jueves, 28 de febrero de 2013

“Si no os convertís, todos vosotros pereceréis”



(Domingo III - TC - Ciclo C - 2013)
         “Si no os convertís, todos vosotros pereceréis” (cfr. Lc 13, 1-9). Jesús invita a la conversión con la parábola de la higuera que, a pesar de los cuidados del jardinero, no da frutos. Así como el dueño de la higuera se cansa de su infertilidad y decide cortarla, así también le sucederá al pueblo judío: Israel ha estado recibiendo la atención más esmerada por parte del Divino Jardinero, Jesús, que ha elegido a Israel para estar en medio de ellos, y los ha hecho destinatarios de los más grandes dones, y sin embargo, el pueblo judío no ha dado frutos de conversión. Jesús advierte, con la imagen de la higuera que está por ser derribada, la inminencia de un castigo, cuya probabilidad de realización se acentúa con el paso del tiempo y el endurecimiento de los corazones. Con la amenaza a la higuera de que será cortada porque no da fruto, Jesús advierte a los judíos que ya no van a tener más el privilegio de contar con el Mesías a su favor y serán humillados cuando vean a aquellos que han despreciado, los gentiles, recibir el Reino de Dios, mientras ellos serán excluidos. La advertencia es que deben dar frutos de conversión y de penitencia, antes de que sea demasiado tarde, porque cuando comience a ejecutarse la orden del Divino Jardinero, el hacha caerá sin piedad sobre la higuera, destrozándola sin compasión para luego ser arrojada al fuego.
         La totalidad de la parábola y de la enseñanza se aplican al Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica: la higuera representa a todos los bautizados, que han recibido, en comparación con los paganos, con los que no están bautizados, dones inmensos, impensables, inimaginables, dones que no han sido dados a ningún otro pueblo. Los bautizados están representados en la higuera que recibe el esmerado cuidado del Divino Jardinero, pero que no encuentra frutos adecuados al tiempo y cuidado empeñados.
         ¿Cuáles son los cuidados del Divino Jardinero para con los bautizados? ¿Cuáles son los dones que han recibido los católicos? Los dones que han recibido los católicos son los sacramentos, a través de los cuales se derrama la gracia divina, y estos dones que han recibido los católicos son múltiples, y uno más grande que otro: han recibido el bautismo sacramental, por medio del cual han sido convertidos en hijos adoptivos de Dios; sus cuerpos han sido convertidos en templos del Espíritu Santo y sus almas han sido convertidas en morada de la Santísima Trinidad; sin embargo, la inmensa mayoría ha despreciado este don maravilloso al vivir de modo mundano, profanando este templo con  imágenes, actos, pensamientos, deseos, impuros, o con deseos de venganza contra su prójimo, o con sentimientos malignos de enojo, resentimiento, odio, ira, llenando este templo, en vez de cantos de alabanza a Dios y de amor al prójimo, de horribles blasfemias y sacrilegios, convirtiendo así el templo del Espíritu Santo, que es el cuerpo, en babeante y maloliente cueva de Asmodeo, el demonio de la ira y de la lujuria; han recibido la Buena Noticia revelada por el Hijo de Dios, el Catecismo de Primera Comunión y el Catecismo de Confirmación, por medio de los cuales han aprendido que si obran la misericordia para con el prójimo recibirán el Reino de los cielos, y sin embargo, en vez de encarnar y vivir la Sabiduría divina enseñada en el Catecismo, idolatran a la razón humana, la ciencia sin fe, la razón sin fe, con lo cual han reemplazado el destino eterno en los cielos por un destino humano, horizontal, que no va más allá de la materia y que finaliza en la corrupción de la muerte; los católicos han recibido el Don de los dones, la Sagrada Comunión, el manjar de los ángeles, la Carne del Cordero asada en el fuego del Espíritu, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, el Pan Vivo bajado del cielo, el Don que el Padre, movido por un Amor inefable e incomprensible, renueva en cada Santa Misa, depositando en el altar todo lo que tiene y todo lo que es, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su Hijo Jesucristo, pero los católicos, en su inmensa mayoría, desprecian el Milagro de los milagros, la Eucaristía, para acudir en masa, sobre todo los domingos, a ver espectáculos deportivos –fútbol, rugby, carreras-, a pasear y a divertirse, cometiendo pecado mortal por no acudir a recibir a la Vida Increada que late de Amor en la Eucaristía; los católicos han recibido el don de la Confesión Sacramental, por medio del cual el alma que está en pecado mortal regresa a la vida; el alma que tiene pecados veniales se perfecciona porque se le quitan todos; el alma que sólo comete imperfecciones crece en la perfección; el alma que vive en la santidad se vuelve cada vez más santa, porque en la Confesión Sacramental el mismo Jesús en Persona, a través del sacerdote ministerial, derrama su Sangre sobre las almas, quitando toda mancha de pecado, convirtiendo el alma en morada de la Santísima Trinidad, y sin embargo, los católicos profanan este don, cada vez que no se confiesan, o si lo hacen, lo hacen con escasas o nulas disposiciones de conversión, con lo cual anulan los efectos de la gracia; muchos católicos son incapaces de confesar sus pecados a Dios, que por su Amor misericordioso se los perdonará, mientras son capaces de ventilarlos públicamente a los hombres, para que se conviertan en fuente de escándalo; los católicos han recibido el sacramento de la Confirmación, por medio del cual han recibido la fuerza misma del Hombre-Dios Jesucristo, fuerza que los hace capaces de dar testimonio público de Dios Trino y de su Iglesia, y sin embargo, un gran número de católicos se deja doblegar por los respetos humanos, no solo huyendo cobardemente de toda confrontación con los enemigos de la Iglesia "para no tener problemas" y así continuar con su vida cómoda, sino que muchos son como Judas Iscariote, porque permaneciendo en la Iglesia, se unen a los enemigos de la Iglesia y colaboran con ellos en su destrucción, cooperando en el mal de mil maneras distintas; los católicos han recibido el don del Sacramento del matrimonio, por medio del cual los esposos se convierten en imágenes vivientes de Cristo Esposo y de la Iglesia Esposa, contrayendo el deber de vivir el amor, la mutua fidelidad, la castidad conyugal, como medios para mostrar al mundo el misterio de la unión esponsal entre Cristo y la Iglesia, y sin embargo, la inmensa mayoría de los católicos, aprueban -no sólo de modo teórico, sino práctico, porque lo viven en carne propia- el divorcio civil, la infidelidad, el adulterio, el concubinato y todo tipo de familias alternativas, con lo cual se destruye de raíz el “gran misterio” que implica el sacramento del matrimonio, misterio por el cual el mundo debería ver en cada matrimonio católico una imagen viviente de las bodas celestiales entre Cristo y la Iglesia; los católicos han recibido el sacramento que es consuelo para los enfermos y los agonizantes, la Extremaunción o Unción de los enfermos, mediante el cual el alma se prepara mejor para el ingreso a la eternidad, al ser hecha partícipe de la gracia santificante, dando así sentido a la enfermedad, al dolor, a la muerte misma, porque el dolor ofrecido a Cristo crucificado hace participar de su Pasión y de su Redención, convirtiéndose así el enfermo que une sus dolores a Cristo en la Cruz y que recibe la gracia de la Extremaunción, en co-rredentor de sus hermanos, en un co-salvador de la humanidad, junto a Cristo Jesús y a la Virgen María, y sin embargo, los católicos no le encuentran sentido a este sacramento, porque no le encuentran sentido ni a la vida ni a la muerte, y mucho menos al dolor y al sufrimiento, y es así que una gran mayoría es favorable a la eutanasia y al aborto; los católicos han recibido el don del  Sacramento del Orden, por medio del cual un hombre, elegido por Dios no por sus méritos, sino precisamente a causa de su nulidad humana –habrían muchos más santos entre los sacerdotes, si Dios eligiera a los más capaces-, sacramento por el cual Dios Hijo viene en Persona a la tierra por la consagración eucarística y perdona los pecados por la confesión, además de otorgar su gracia santificante por medio de los otros sacramentos, y sin embargo los católicos, en su inmensa mayoría, tienen por poca cosa al sacerdocio, prefiriendo que sus hijos se dediquen a profesiones mundanas que, según su mundano modo de ver, da más prestigio y "status" social, y los jóvenes mismos ven al sacerdocio y a la vida consagrada como algo “triste”, “aburrido”, una vía para fracasados en el mundo que entran en la vida consagrada y en el seminario porque no les queda otro camino.
“Si no os convertís, todos vosotros pereceréis”. La advertencia de Jesús a los judíos es para nosotros: si no nos convertimos, si no dejamos de volcarnos al mundo, si no dejamos de despreciar a la Iglesia y a sus sacramentos, si no iniciamos el camino de la conversión, moriremos, pero no la muerte física, sino la muerte eterna. Para convertirnos, es decir, para iniciar el proceso de santificación que nos conducirá a la vida eterna –proceso consistente en el ayuno, la penitencia, la oración, las obras de misericordia, el amor y el perdón a los enemigos-, para eso está el tiempo de gracia que la Iglesia llama “Cuaresma”.

miércoles, 27 de febrero de 2013

“Un hombre rico, Epulón, fue al infierno (…) Un hombre pobre, Lázaro, fue al cielo”




         “Un hombre rico, Epulón, fue al infierno (…) Un hombre pobre, Lázaro, fue al cielo” (cfr. Lc 16, 19-31). Una interpretación materialista y progresista, como la de la Teología de la Liberación, alejada del Magisterio de la Iglesia, sostiene que el rico Epulón se condena a causa de sus riquezas, mientras que Lázaro se salva a causa de su pobreza.
Sin embargo, ni Epulón se condena por ser rico, ni Lázaro se salva por ser pobre. La razón última de la salvación o condenación de los personajes de la parábola radica en su conformidad o no a la Divina Voluntad.
La causa de la salvación de Lázaro no es su pobreza en sí misma, sino la aceptación paciente, sufrida y confiada, a la Voluntad de Dios, ya que Lázaro sufre su miseria e indigencia material sin renegar de Dios y su Querer, que ha permitido que viva en la más completa carencia de bienes materiales. Lázaro no desea las riquezas terrenas, sino las del cielo, y en vista de estas riquezas, es que soporta pacientemente toda una vida de miseria económica.
A su vez, Epulón no se condena por el mero hecho de ser rico, sino porque fue contrario a la Voluntad Divina, que permitió su enriquecimiento a fin de que con estas riquezas ayudara a su prójimo más necesitado, Lázaro.
Epulón se condenó porque apegó su corazón a los bienes materiales, tomando a estos como fin último de la vida y no como lo que son en realidad, una prueba para obtener la salvación si es que se sabe desprender de ellos.
En este sentido, lejos de ser una bendición divina, los bienes materiales se convierten en una maldición, porque son causa de la condenación en el infierno, y esto sucede cuando no se los usa para auxiliar a quien más lo necesita.
Epulón codició los bienes terrenos y apegó su corazón al dinero y al oro, y esto fue su perdición, porque así despreció los bienes del cielo.
“Un rico fue al infierno, un pobre fue al cielo”. En última instancia, la salvación o condenación se da cuando el alma atesora o desprecia, respectivamente, los bienes celestiales. Si queremos evitar el infierno e ir al cielo, debemos atesorar ávidamente bienes y riquezas, pero se trata de los bienes y riquezas celestiales –“Atesorad tesoros en el cielo”, nos dice Jesús-, los cuales se nos dan aquí en esta vida terrena: el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, la Sagrada Eucaristía. Por esto, debemos guardar en el corazón, con gran regocijo, las comuniones eucarísticas , con más fruición y avidez que las del avaro que atesora monedas de oro en su caja fuerte.
Si queremos ir al cielo, debemos imitar la pobreza de Cristo en la Cruz, despojado de todo bien material, porque los únicos bienes materiales que posee, los clavos, la Cruz de madera, los clavos, la corona de espinas, son de propiedad de Dios Padre, y el paño de lienzo que es su única vestimenta, pertenece a su Madre, la Virgen, ya que era la pañoleta con que se cubría su cabeza.
Si queremos ir al cielo y evitar el infierno, debemos atesorar ávidamente nuestra única riqueza, Cristo Eucaristía, y debemos vivir pobremente, con la santa pobreza de Cristo crucificado.

martes, 26 de febrero de 2013

“El Hijo del hombre será crucificado, pero al tercer día resucitará”



“El Hijo del hombre será crucificado, pero al tercer día resucitará” (Mt 20, 17-28). Jesús profetiza su Pasión, Muerte y Resurrección, su Misterio Pascual, su muerte en cruz, por medio de la cual habría de dar la vida eterna a los hombres.
El Misterio Pascual de Jesús es el evento más grandioso y absolutamente maravilloso que jamás los hombres podrían contemplar: un Dios de infinita majestad y poder que, por Amor incomprensible a los hombres, deja los cielos eternos, se encarna en el seno de una Madre Virgen, asume una naturaleza humana y permite que sobre su naturaleza humana asumida se descargue todo el peso de la Justicia divina, al asumir sobre sí la maldad de toda la humanidad; muere en cruz, destruyendo  con su muerte la muerte de los hombres y resucita al tercer día comunicando de su vida divina a su Cuerpo muerto y a través de él, a toda la humanidad.
El evento pascual de Jesús, su muerte en cruz y su resurrección, debería constituir para los hombres de todos los tiempos el fundamento de su alegría en la tristezas del mundo, su fortaleza en las tribulaciones, su descanso en el arduo vivir diario, su razón de vivir, de existir y de ser. Tanto más, cuanto que el Hombre-Dios renueva su Misterio Pascual en el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa, obrando el Milagro de los milagros, la Eucaristía, por medio de la cual deja sobre el altar eucarístico su Corazón palpitante, lleno de la vida, el Amor, la luz, la paz y la alegría de Dios, para extra-colmar de Amor divino al alma que lo recibe con y con amor en la comunión.
Sin embargo, tanto el misterio pascual de Jesús, como su renovación sacramental en la Santa Misa, pasan desapercibidos no sólo para los paganos, sino ante todo para los católicos, convertidos en su inmensa mayoría en neo-paganos, una especie de paganismo mil veces más tenebroso que el paganismo pre-cristiano, porque se trata del paganismo de quien ha conocido a Cristo –al menos, en la catequesis de Primera Comunión y de Confirmación- y lo ha rechazado, prefiriendo las tinieblas del error, de la herejía, del cisma y de la apostasía, a la refulgente y esplendorosa luz de la Verdad que brilla en la Iglesia.
“El Hijo del hombre será entregado a los paganos, quienes lo crucificarán y lo matarán”. Así como los paganos dieron muerte a Jesús, así los neo-paganos, los católicos que han apostatado postrándose ante los ídolos del mundo -el materialismo, el hedonismo, la política, la diversión desenfrenada, el fútbol, la música indecente, la brujería, el ocultismo-, dan muerte a Cristo nuevamente, todos los días, con su apostasía, crucificando su Cuerpo físico en la cruz y despreciando y pisoteando su Cuerpo resucitado en la Eucaristía.
“El Hijo del hombre será crucificado, morirá en cruz, pero al tercer día resucitará, y donará su Cuerpo resucitado en la Eucaristía, a todo aquel que lo reciba con fe y con amor en la comunión”. Si estas palabras fueran creídas y fueran vividas con fe sobrenatural por los católicos, el mundo sería un Paraíso terrenal, un anticipo del Paraíso celestial.

“No sean como los fariseos, que no hacen lo que dicen”



“No sean como los fariseos, que no hacen lo que dicen” (Mt 23, 1-12). Jesús advierte acerca de los fariseos, que “no hacen lo que dicen”. Sin embargo, luego de la advertencia, Jesús no dice qué es lo que los fariseos “dicen” pero “no hacen”, sino que denuncia lo que “hacen”, como ejemplo de lo que sus discípulos no deben hacer.
            ¿Qué es lo que los fariseos “hacen” y “no deberían hacer”? Lo dice el mismo Jesús: “atan pesadas cargas a los demás, mientras que ellos no quieren llevarlas ni con un dedo”, y esto porque imponían a los demás las prescripciones farisaicas, que no eran sino “tradiciones humanas”, como se los reprocha Jesús. Si bien pretendían santificar todos los aspectos de la vida, aún los más nimios y banales -para lo cual los fariseos habían elaborado una serie de “reglas de pureza”[1]-, la enorme cantidad de prescripciones hacía imposible su práctica, pero el problema principal radicaba en aquello que Jesús les reprocha: la observancia de las prescripciones farisaicas contradecían el espíritu de la Ley mosaica, que mandaba el amor a Dios y también al prójimo. Por ejemplo, justificaban el no prestar asistencia a los padres, si el dinero con el cual podían asistirlos se ofrendaba al templo; otra falta al amor de Dios y al prójimo se da cuando se enojan con Jesús cuando cura la mano al paralítico en sábado, ya que según ellos, no podía hacerse ningún trabajo manual ese día.
         Con estas prescripciones humanas los fariseos ocultan la verdadera Ley de Dios, la Ley de Moisés, que prescribía la caridad ya desde el primer Mandamiento; lo que hacen los fariseos entonces es detenerse en la observancia y cumplimiento de lo superficial y accesorio, olvidando la esencia de la religión, la caridad.
         Otras cosas que los fariseos “hacen” para que los “vean”, es agrandar las filacterias, ocupar los primeros asientos de las sinagogas, además de buscar ser saludados y reconocidos públicamente, y ser llamados “maestros”, todo lo cual es opuesto al espíritu de humildad, tanto de la Ley mosaica como de la Ley Nueva de la caridad de Cristo Jesús.
Jesús se enfrenta con los fariseos porque el fariseísmo es a la religión lo que el cáncer al cuerpo: así como las células cancerígenas se comportan de un modo maligno y dañino y terminan por destruir el cuerpo que las engendró, así el fariseísmo, maligno y dañino en sí mismo, termina destruyendo la religión, al mostrar una imagen falsa de la religión, de Dios y de la Iglesia.
“No sean como los fariseos, que no hacen lo que dicen”. La advertencia de Jesús nos cabe a nosotros, porque también podemos ser fariseos; también nosotros podemos “decir” pero “no hacer”, y somos fariseos cada vez que no somos santos por negligencia, por no dejar crecer la gracia al endurecer el corazón hacia el prójimo, por hacer oídos sordos al Llamado del Dios del Amor, que desde la Cruz nos dice: “Ama a tus enemigos; perdona setenta veces siete; no juzgues; no condenes; obra la misericordia”.
Somos fariseos cada vez que negligentemente damos vuelta el rostro al prójimo que sufre; somos fariseos cada vez que nos decimos “cristianos”, seguidores de Cristo, el Dios del Amor, pero nos comportamos como seguidores del Ángel caído.
Por esto motivo, Jesús nos advierte: “No sean fariseos, que dicen ser cristianos pero hacen obras de demonios. Hagan lo que Yo les digo desde la Cruz: vivan, de palabra y de obra, el mandamiento más importante de todos: amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”.
        



[1] La legislación farisaica comprendía reglas de pureza para casi todos los aspectos de la vida cotidiana, y es así que poseían reglas para alimentos, vasijas para líquidos y alimentos, para cadáveres y tumbas, para el culto del templo, para el diezmo, tributos y derechos sacerdotales, y habían legislado también acerca de la observancia del sábado, las fiestas, el matrimonio y el divorcio.

domingo, 24 de febrero de 2013

“Sean misericordiosos, no juzguen, perdonen, den”





“Sean misericordiosos, no juzguen, perdonen, den” (Lc 6, 36-38). Jesús nos propone, en pocas líneas, un plan de vida sumamente sencillo, aunque muy exigente. Un plan que, de cumplirlo, nos llevaría a las más altas cumbres de la santidad en esta vida y a la más alta participación en la gloria y visión beatífica en la otra.
Cuando Jesús nos dice: “Sean misericordiosos, no juzguen, perdonen, den”, lo que está haciendo, en realidad, es proponernos que lo imitemos a Él en la Cruz:
-“Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso”. Jesús crucificado es la más grande muestra de Amor misericordioso por parte de Dios Padre, porque Él entregó a su Hijo en la Cruz para que nosotros fuéramos salvados; Jesús se interpuso entre la ira de la Justicia divina y nosotros, salvándonos de la muerte eterna. Cristo crucificado es el modelo a imitar por parte nuestra, cuando nos preguntemos cuál es la medida de la misericordia que debemos aplicar para con nuestros hermanos más necesitados.
-“No juzguen y no condenen, y no serán juzgados ni condenados, perdonen y serán perdonados”. Jesús en la Cruz no nos juzga o, si queremos, nos juzga con infinita misericordia, porque sus heridas abiertas y su Sangre derramada claman al Padre perdón y misericordia, y si Jesús hace esto con nosotros, no solo debería avergonzarnos el juzgar a los demás con tanta ligereza y con tanta malicia, sino que deberíamos ser siempre indulgentes para con nuestro prójimo, olvidando en nombre de Cristo todas las ofensas. Cristo en la Cruz no nos condena, y es la razón por la cual no debemos condenar con el juicio a los demás. Si Cristo nos perdona en la Cruz, no podemos no perdonar a nuestros enemigos.
-“Den, y se les dará”. Cristo en la Cruz nos da no de lo que le sobra, sino todo lo que tiene y lo que es: su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y nos lo da a nosotros, indigentes y menesterosos, para que nos enriquezcamos con el don de su Amor misericordioso. Si queremos saber cuánto tenemos que dar, material y espiritualmente, a nuestro prójimo que sufre, sólo tenemos que contemplar a Cristo en la Cruz, que nos da la totalidad de su Ser trinitario, sin reservas.
Cristo en la Cruz es misericordioso, no nos juzga ni condena, y nos da todo lo que tiene y todo lo que Es, pero también en cada Eucaristía renueva su misericordia, su indulgencia, su perdón y su don de sí mismo, porque se nos dona todo Él como don del Amor infinito del Padre. Si comulgamos, no podemos negar el auxilio a nuestros hermanos; no podemos juzgarlo y condenarlo, no podemos no perdonarlo, no podemos no dar “hasta que duela”, como dice la Madre Teresa.

viernes, 22 de febrero de 2013

La Transfiguración del Señor



(Domingo II - TC - Ciclo C - 2013)
         “Su rostro cambió de aspecto y sus ropas se volvieron de un blanco deslumbrante” (Lc 9, 28b-36). Ante la vista de sus discípulos, Jesús se transfigura en el Monte Tabor: su rostro “cambia de aspecto” debido a la intensa luminosidad que emite, mientras que sus ropas se vuelven de un “blanco deslumbrante”. La contemplación del episodio, pero sobre todo la manifestación visible de la luz que emana de Jesús, provoca en los discípulos un estado de asombro y alegría tan intensos, que pierden la noción de lo que está sucediendo, al punto que Pedro le dice a Jesús que se encuentran “tan bien” ahí, que tendrían que “hacer tres carpas”, para Jesús, para Elías y para Moisés, que son quienes aparecen en la Transfiguración. Que Pedro quiera hacer “carpas” para “quedarse ahí”, da la idea de la magnitud de la alegría, la paz y la felicidad que experimentan los discípulos delante de Jesús: es tan grande la felicidad que sienten, que no quieren moverse de ahí.
A pesar de que una exégesis racionalista diría que la brillantez del rostro de Jesús y la blancura deslumbrante de sus ropas se deben a que en ese momento del día hacía mucho sol y que en ese lugar, justo en ese momento, las nubes se corrieron para dar paso a un rayo de luz solar más intenso que casualmente alumbró a Jesús y les hizo creer a Pedro, Santiago y Juan, que se trataba de un hecho sobrenatural, la realidad es que la causa de la Transfiguración radica en la divinidad de Jesús: Él es Dios Hijo en Persona, que es engendrado, no creado, en la eternidad, en el seno del Padre, y como es “Dios de Dios”, y Dios es luz y luz viva porque es Vida eterna, Jesús es también Luz Viva y Eterna, que concede la vida eterna a quien lo contempla. Jesús resplandece no porque las hojas de los árboles se apartaron y permitieron que el sol, que estaba cubierto de nubes, al correrse estas, brilló justo en ese momento con más intensidad sobre su rostro; Jesús resplandece en el Tabor porque Él es Dios, y como Dios, su Ser divino es luminoso, y resplandece en el Tabor para que sus discípulos contemplen su divinidad y se convenzan de que Él es Dios Hijo encarnado, sobre todo en los amargos momentos de la Pasión.
Precisamente, Jesús se transfigura en el Monte Tabor, antes de subir al Monte Calvario, para demostrar que Él es Dios, para que cuando lo vean todo cubierto de hematomas, de golpes, de heridas, de salivazos, de tierra, de barro, y no lo reconozcan ni como ser humano a causa de la desfiguración del rostro, se acuerden del esplendor de la divinidad de Jesús en el Tabor, y así no desfallezcan ante la prueba de la Cruz. Se transfigura en el Monte Tabor, porque luego, en el Monte Calvario, su Cabeza, su Rostro, su Cuerpo, serán cubiertos de heridas abiertas y sangrantes, y estará tan irreconocible, que sus discípulos no lo habrían de reconocer sino fuera por el recuerdo de la visión de su divinidad en el Tabor.
Jesús sube al Tabor antes que al Calvario para que se ponga de manifiesto cuál es la obra de Dios Padre: la Transfiguración, la santidad, la vida de la gracia, y cuál es la obra de los hombres: el dolor del Calvario, su Cuerpo molido a golpes y cubierto de heridas, para que en el contraste entre los dos Montes, los hombres supieran que siempre vence la bondad de Dios sobre la maldad de los hombres.

        En el Monte Tabor se pone de manifiesto lo que Jesús recibe de Dios Padre desde la eternidad: Él, como Hijo de Dios, engendrado eternamente en el seno del Padre –en el Monte Tabor se escucha la voz del Padre que dice: “Éste es mi Hijo muy amado, escuchadlo”- recibe de Dios Padre la plenitud de la naturaleza divina, la plenitud de la gloria, la plenitud del Acto de Ser divino, y es lo que hace que Jesús sea “Dios de Dios, Luz de Luz”, digno de merecer la misma honra, adoración y honor que Dios Padre, porque es Dios igual que el Padre. La luminosidad se explica por esto que Jesús recibe del Padre desde la eternidad: debido a que el Ser divino es un ser de luz, más que de luz, es la Luz Increada en sí misma; es la Luz de su Ser divino trinitario la que se refleja a través de su rostro, de su cuerpo, de sus ropas, y como esa luz es una luz viva, porque es Dios que es Luz Increada en sí misma, es la que provoca el asombro, la alegría, el estupor, de los discípulos. En el Monte Tabor Cristo revela sensiblemente aquello que recibió de su Padre en la eternidad, y eso es causa, para los hombres, de felicidad y de gozo inenarrables.
Si en el Monte Tabor se manifiesta lo que Jesús recibe del Padre desde la eternidad, en el Monte Calvario, por el contrario, se hace visible, en el Cuerpo de Jesús, lo que los hombres le damos con la maldad que nace de nuestros corazones; en el Monte Calvario se pueden ver lo que nosotros, los hombres, damos a Jesús con nuestros pecados: si en el Tabor su Cuerpo está envuelto de luz resplandeciente, luz que provoca alegría, asombro, estupor y gozo, en el Calvario el Cuerpo de Jesús está cubierto de golpes, de heridas abiertas y sangrantes, de arañazos, de trompadas, de puntapiés, de salivazos, de golpes con bastones, de bofetadas, y de tal manera, que no hay parte sana en Jesús: desde la Cabeza a los pies, Jesús es una sola llaga, de la cual mana sangre en abundancia, y su rostro, que resplandecía en el Tabor y era causa de felicidad para quien lo contemplaba, en el Calvario está tan deformado a causa de los cortes, la sangre, la tierra, el barro, las lágrimas, los hematomas, la hinchazón de sus pómulos, de su frente, y los cabellos de su cabeza, los que no están enredados y hechos un amasijo por la corona de espinas, están tan pegoteados por la Sangre, y la barba está tan cubierta de sangre fresca y coagulada, y raleada a causa de los jirones que le han sido arrancados, que causa  espanto y horror al verlo, tanto, que la misma Sagrada Escritura, en boca de uno de los profetas más grandes que hayan existido, el profeta Isaías, al verlo en una visión, cientos de años antes de la Pasión, exclama horrorizada: “No parecía humano; era como un gusano, como uno ante quien se da vuelta el rostro”.
En el Monte Calvario, Jesús recibe el castigo merecido por nuestros pecados, y así lo dice el profeta Isaías: “Fue castigado por nuestras maldades; por sus heridas hemos sido sanados”; son nuestros pecados, los pecados personales de todos y cada uno de los hombres, los pecados de toda la humanidad de todos los tiempos –robos, mentiras, asesinatos, avaricia, lujuria, discordia, envidia, egoísmo, soberbia, adulterio, soborno, superstición-, son los pecados que nacen de lo más profundo del corazón del hombre, los que causan las dolorosas heridas de Jesús en el Calvario.
Jesús recibe el castigo que todos y cada uno de nosotros merecíamos por nuestros pecados, de manera que si en el Tabor estaba cubierto de luz, en el Calvario está cubierto de Sangre, a causa del castigo recibido por nuestra culpa. 
Si el Monte Tabor es obra de Dios Padre, el Monte Calvario es obra de la dureza y maldad de nuestros corazones, que no vacilan en obrar todo tipo de mal, mal que se traduce en todo tipo de golpes y heridas que desfiguran tanto a Jesús, que causa asombro hasta a los profetas de Dios. Isaías describe, con dolor, el aspecto de Jesús en el Calvario, consecuencia de nuestra reticencia a obrar el bien y nuestro empecinamiento en obrar el mal: “No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca” (53, 1-5).
Si el Tabor, obra del Padre, causa alegría a los discípulos, el Calvario, obra nuestra, causa horror, tanto, que se da vuelta el rostro para no verlo: “como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable”.
“Su rostro cambió de aspecto y sus ropas se volvieron de un blanco deslumbrante”, nos dice el Evangelista Lucas al describirlo en el Tabor. “No tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro”, nos dice el Profeta Isaías, al describirlo en el Calvario. Quien contempla la Transfiguración, obra del Padre, debe contemplar la Pasión, obra de los pecados de los hombres, obra del pecado del hombre que lo contempla.  
No es posible contemplar la Transfiguración de Jesús sino es a la luz de la Pasión, y el fruto de tal contemplación, si es que algo de amor a Jesús hay en el alma del pecador, es la contrición del corazón y la firme determinación a no solo no cometer ningún pecado, por pequeño que sea, y a morir antes que cometer un pecado mortal, sino a vivir la vida de la gracia, la vida de santidad propia de los hijos de Dios, que nos fue conseguida al precio de tan grande dolor y de tan infinito Amor.

jueves, 21 de febrero de 2013

“Tú eres Pedro (…) lo que ates y desates en la tierra quedará atado y desatado en el cielo”


“Tú eres Pedro (…) lo que ates y desates en la tierra quedará atado y desatado en el cielo” (Mt 16, 13-19). En este episodio del Evangelio, Jesús instituye el Papado al nombrar a Pedro como Vicario suyo. A través del Papado, la Única Iglesia de Jesucristo, la Iglesia Católica Apostólica Romana, habría de tener un representante de Cristo en la tierra, hasta el fin de los tiempos.

El fundamento del Papado reside en Cristo: así como la Iglesia descansa en el Papa –“Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”-, así el Papa descansa en Cristo. Es de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, de donde el Papa recibe, por participación, la plenitud de los poderes sacerdotales con los cuales está investido, y de tal manera los recibe, que todo cuanto el Papa “ata y desata en la tierra”, queda “atado y desatado en el cielo”.

Éste es el fundamento del poder papal: la participación en el sacerdocio de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y es el fundamento por lo tanto de la obediencia debida de toda la Iglesia al Papa. Puesto que está asistido por el Espíritu Santo, el Santo Padre tiene el don de la inerrancia y la infalibilidad en materia de fe y de moral, lo cual significa que obedecer al Papa es obedecer a Cristo, y que desobedecer al Papa, es desobedecer a Cristo.

Sin embargo, esto no significa que el Papa, por ser Vicario de Cristo, pueda introducir cambios en los dogmas, puesto que su poder se extiende y abarca la Revelación de Jesucristo, fundamento de los dogmas, los cuales, por este motivo, son inmutables, desde el momento en que no dependen de razonamientos humanos, sino de la naturaleza misma de Dios Uno y Trino y del Ser trinitario. Tampoco significa que tenga potestad para hacer algo contrario al Querer divino, como por ejemplo, la ordenación sacerdotal de mujeres, o la cancelación del celibato sacerdotal. Aunque un Papa, junto a toda la Iglesia de todo el mundo, se pusieran de acuerdo para ordenar mujeres, o para abolir el celibato sacerdotal, no lo podrían hacer, y todo lo que dictaminaran sería inválido, porque sería algo equivalente a establecer, por común acuerdo, que el círculo deja de ser círculo, para ser cuadrado. El hecho de que el Papa sea Vicario de Cristo, no implica que tenga potestad para hacer cosas contrarias a la razón natural y, mucho menos, contrarias a la Sabiduría Divina. Precisamente, fue la Sabiduría Divina quien estableció, desde la eternidad, que los sacerdotes ministeriales fueran célibes, para imitar a Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, y que las mujeres desempeñaran cargos y funciones importantes en la Iglesia, pero nunca el de ser sacerdotisas.

Dios es Uno y Trino; la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarnó en María Virgen; la Virgen es Madre de Dios; Jesús es el Hombre-Dios, el mismo que, por el milagro de la Transubstanciación, convierte las substancias inertes del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.

Estos dogmas son inmutables, y si un Papa pretendiera cambiarlos, demostraría con esa intención que el Espíritu Santo no está en él y que tampoco lo asiste, por lo que no hay –en el supuesto de que se presentara la ocasión- la obligación de obedecer en este caso. A lo largo de la historia, ha habido anti-Papas que han sido fácilmente reconocidos, y es precisamente por el hecho de haber sostenido proposiciones contrarias a la Verdad revelada y a los dogmas de la Iglesia.

“Tú eres Pedro (…) lo que ates y desates en la tierra quedará atado y desatado en el cielo”. Oremos y elevemos súplicas ardientes y fervorosas al Espíritu Santo, para que en el próximo cónclave sea elegido un Papa acorde al Sagrado Corazón de Jesús, que guíe a la Iglesia a los cielos eternos.

“Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá”


“Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá” (Mt 7, 7-12). Jesús no solo nos enseña que en la oración debemos llamar a Dios “Padre”, sino que debemos dirigirnos a Él con la misma confianza y amor con los que un hijo se dirige a su padre.

Para que podamos dimensionar, al menos de modo aproximado, cómo es Dios en su infinita bondad, nos da el ejemplo de lo que sucede entre los hombres: si nosotros, los hombres, que somos malos –en el sentido de que estamos inclinados al mal y a la concupiscencia, como frutos del pecado original-, sabemos dar cosas buenas a los hijos –ningún padre da a su hijo una piedra, si pide pan, ni una serpiente, si el hijo pide un pez-, tanto más hará el Padre celestial con nosotros, que somos sus hijos adoptivos por el bautismo sacramental, y la muestra más acabada de que su bondad es infinita, como un océano sin playas, es que en la Santa Misa nos da el Pan de vida eterna y la Carne del Cordero de Dios, el Cuerpo de su Hijo resucitado en la Eucaristía.

Movidos entonces por una confianza sin límites en el Amor misericordioso del Padre, Jesús nos enseña que en la oración debemos “pedir, para que se nos dé”; “buscar, para encontrar”; “llamar, para que se nos abra”. Si esto es así, surge la pregunta: ¿qué es lo que debemos pedir, adónde debemos buscar, a qué puerta debemos llamar?

Debemos llamar a los Sagrados Corazones de Jesús y de María, para que se abran las compuertas del cielo, el Corazón traspasado de Jesús, para que así caiga sobre nosotros y el mundo entero la Sangre del Cordero, que nos purificará de todo pecado y santificará nuestras almas.

Debemos buscar, en el abismo insondable del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, las innumerables gracias y dones de toda clase que Jesús tiene dispuestos para nosotros en cada comunión eucarística, y si sabemos aprovechar estas gracias encontradas, cada comunión nos hará crecer en grados insospechados de santidad.

Debemos pedir, a los Sagrados Corazones de Jesús y de María, la gracia de la contrición del corazón y del dolor de los pecados, para nosotros, para nuestros seres queridos y para el mundo entero, de manera que a cambio de un corazón de piedra, nos sea dado un corazón de carne, lleno de la gracia y del Amor de Dios, capaz de compadecerse del hermano que sufre, para ser en la tierra una imagen viviente del Sagrado Corazón de Jesús.

“Pidan, busquen, llamen”. Si no crecemos en santidad, es porque no pedimos, no buscamos, no llamamos, como nos enseña Jesús.

lunes, 18 de febrero de 2013

“Cuando oren no hagan como los paganos”



“Cuando oren no hagan como los paganos” (Mt 6, 7-15). La oración del cristiano es diversa a la de los paganos porque es una oración que brota del corazón y no simplemente de los labios, y se dirige al Corazón, en este caso, de Dios. La novedad absoluta de la Revelación de Jesús es que Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas, de modo que la comunicación con Él, es decir, la oración, no puede ser nunca recitada de modo mecánico, como lo hacen los paganos, sino que debe ser dirigida a las Personas que hay en Dios.
         La oración pagana confía en obtener sus resultados por la mera repetición mecánica de las palabras, sin importar si se hacen o no con el corazón; todavía más, el pagano no pretende rezar con el corazón, desde el momento en que los dioses paganos –que en realidad son demonios- son ídolos mudos, sordos y ciegos, y jamás se establece una relación personal de amor con ellos. Por el contrario, en la oración cristiana lo primordial es el establecimiento de la relación personal del que reza con las Tres divinas Personas de la Trinidad; una relación que se basa en el amor y que por esto mismo espera obtener de Dios lo que se pide, puesto que el Dios al que se reza es “Amor”, tal como lo dice el Evangelista Juan: “Dios es Amor”. Si en la oración cristiana no está este componente esencial del amor, no puede decirse verdaderamente cristiana; si la oración es mecánica, hecha con los labios pero no con el corazón, entonces adquiere las características de la oración pagana, en donde el efecto se obtiene –o se pretende obtener- mágicamente por la repetición vacía de palabras huecas. Esto no quiere decir que la oración cristiana no tenga que tener un componente repetitivo, como por ejemplo sucede en el Rosario, en donde explícitamente se busca la repetición de las Avemarías. Lo que convierte a una oración en pagana, además de su fórmula, no es la repetición, sino la ausencia de amor a un Dios que es Uno y Trino en Personas.
         “Cuando oren no hagan como los paganos”.  Jesús nos enseña que para que la oración llegue a los oídos de Dios Trino, debe brotar del corazón, debe ser impulsada por el movimiento del amor dirigido a la Trinidad, y ese impulso de amor es el que hace mover los labios que pronuncian la oración. Y si esto es válido para toda oración, lo es entonces mucho más para la oración de Acción de gracias por excelencia, la Santa Misa, en donde se hace Presente en pleno la Santísima Trinidad, puesto que Dios Padre envía a su Hijo al altar, para que se quede en la Eucaristía, desde donde Dios Hijo enviará a Dios Espíritu Santo, al alma que comulga con fe y con amor.  

domingo, 17 de febrero de 2013

“Como el pastor separa a su rebaño así hará el Hijo del hombre el Día del Juicio Final”



“Como el pastor separa a su rebaño así hará el Hijo del hombre el Día del Juicio Final” (Mt 25, 31-46). Con la pacífica imagen de un pastor que separa a las ovejas de los cabritos Jesús describe, con admirable sencillez, la escena del Día del Juicio Final, día en el que terminará la historia humana para dar comienzo a la eternidad.
Ese día significará, para muchos, no solo la finalización de sus dolores y pesares, sino el inicio de la salvación, de la alegría y de la felicidad eternas; para otros significará, luego de una vida en el mal, el inicio de los dolores que no terminarán nunca.
Jesús, Pastor Eterno, Supremo Juez de la humanidad, será quien disponga qué lugares habrán de ocupar las almas para toda la eternidad. Sin embargo, contrariamente a lo que pudiera parecer, no es Jesús quien decide si un alma se condena o se salva, puesto que uno u otro destino dependen del libre albedrío del hombre.
En realidad, es el hombre mismo quien decide si quiere salvarse o condenarse, porque Dios respeta en grado máximo la libertad del hombre.
Es el hombre el que elige obrar la misericordia para con su prójimo más necesitado, con lo cual consigue para sí la salvación eterna; pero es también el hombre quien elige no auxiliar a su prójimo que le pide ayuda, con lo cual consigue para sí la condenación eterna. Lo que hagamos con nuestro prójimo, en el bien y en el mal, decide nuestro destino eterno porque en el prójimo está Cristo, Dios eterno.
“Venid, benditos de mi Padre (…) tuve hambre y me disteis de comer (…) Apartaos de Mí, malditos, porque tuve hambre y no me disteis de comer”. Debemos prestar mucha atención al prójimo que sufre, porque en el trato hacia él se juega nuestra salvación eterna. Negar un consejo, no visitar a un enfermo, negar un poco de alimento, pueden significar la última oportunidad que nos daba Dios para salvarnos. No desaprovechemos las ocasiones de obrar la misericordia.  

viernes, 15 de febrero de 2013

“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto (…) Allí fue tentado por el demonio luego de ayunar por cuarenta días”



(Domingo I - TC - Ciclo C – 2013)
         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto (…) Allí fue tentado por el demonio luego de ayunar por cuarenta días” (cfr. Lc 4, 1-13). Aunque era metafísicamente imposible que Jesús cediera a la tentación debido a su condición de Hombre-Dios (era Dios perfecto y Hombre perfecto), Jesús permite que el demonio lo tiente. De parte del Demonio, a su vez, éste sabía que Jesús era Dios y que por lo tanto era imposible que pecara. La pregunta entonces, es, ¿Por qué el Demonio tentó a Jesús, sabiendo que era inútil? La respuesta de un experto exorcista y demonólogo, el P. Fortea[1], es que, para el Demonio, la tentación fue demasiado grande, y no pudo resistirla: ¿qué pasaría si, en el mejor de los casos, lograra hacer pecar al mismísimo Hombre-Dios? Todo el universo estaría a sus pies, porque eso demostraría que el bien y el mal no existen; si Dios pecaba, entonces quedaba de manifiesto que no era Dios; por lo tanto, no existía la eternidad, ni el bien, ni el mal[2]. Pero sabía el Demonio que era una tarea inútil e imposible, y sin embargo lo tentó, porque no pudo resistir tentar a Jesús, ya que le faltaba la virtud de la fortaleza.
Si la tentación de Jesús en el desierto por parte del Demonio fue una falta de virtud y un error de cálculo para el ángel caído, por el contrario, de parte de Jesús fue una muestra de su omnipotencia y poder divino ya que permitió la tentación dejando obrar libremente al Demonio, y lo hizo principalmente por nosotros, para que aprendiéramos de Él a resistirla. La tentación tiene una función pedagógica, y el propósito de Jesús al permitir que el Demonio lo tiente fue enseñarnos a nosotros a no caer en ella.
         Debido entonces a que la enseñanza central de este Evangelio es la resistencia y victoria contra la tentación, nos detenemos en la consideración de esta para saber qué es y cómo actúa, para aprovechar mejor el ejemplo de Jesús.
La tentación es una imagen, un concepto, una especie inteligible, un deseo, que despierta el apetito concupiscible del hombre. Se origina en el demonio, que puede infundir los pensamientos en el hombre, aunque se origina también en el mismo hombre, ya sea en su pensamiento o en su voluntad. Las especies inteligibles a través de las cuales actúa la tentación pueden ser muy diversas: imágenes producidas por la imaginación; imágenes externas al hombre, como las imágenes de la televisión, de internet, del mundo exterior; especies inteligibles, conceptos, pensamientos originados en la persona o en el espíritu maligno, como por ejemplo urdir un plan por razonamientos, o maquinar una infidelidad; deseos malignos concebidos en el corazón, como rencores, venganzas, etc. Cualquiera que sea, la tentación tiene siempre una función pedagógica, una función de enseñanza, por medio de la cual el hombre aprende qué es lo que no debe hacer si quiere conservar la amistad con Dios.
         La tentación consentida puede graficarse con la actividad del pez en el agua, antes y después de ser pescado: antes de ser pescado, desde el agua, el pez observa la carnada que ha tirado el pescador, pareciéndole esta sabrosa, colorida, apetitosa; puesto que él tiene hambre, considera instintivamente que eso que tiene apariencia sabrosa habrá de calmar su hambre; en consecuencia, una vez que el instinto lo determina, el pez se dirige con toda la fuerza de su impulso vital y la muerde pero, en el mismo instante en que creía haber conseguido lo que quería, se da cuenta de que todo era un engaño: la carnada no era apetitosa, no era sabrosa, no le satisfizo el hambre, le provocó un gran dolor y le provocó la muerte porque lo sacó de su elemento vital, el agua.
         La tentación consentida –es decir, deseada, querida, actuada, puesta por obra-, es como la carnada mordida por el pez. Primero, parece algo apetitoso y sabroso, pero una vez obtenida, provoca dolor y muerte, como es lo que sucede con el pecado mortal, que provoca la muerte del alma al privarla de la gracia.
         Si la carnada es la tentación (que reside fuera pero también fuera del alma), y el anzuelo es el aguijón del pecado, el pescador de la imagen es el Tentador por antonomasia, el Ángel caído, el Demonio, que busca malignamente la perdición del hombre. El demonio, en sus comienzos un ángel de luz, el más hermoso y el más perfecto de todos los creados por Dios, al haberse pervertido voluntariamente por su rebelión, no puede hacer otra cosa que odiar a Dios y al hombre, y así la tentación, por la cual el hombre recibe el daño más grande que pueda recibir, está concebida por el odio angélico, aunque también se origina en lo más profundo del corazón del hombre, como consecuencia del pecado original.
         La función de la carnada la ejerce el mundo de hoy a través de múltiples actividades y falsos atractivos: alcohol, droga, música decadente e indecente –entre otros géneros, cumbia y rock pesado-, erotismo, materialismo, dinero, poder, placer, etc.
         Todo eso presenta el mundo como carnada, las cuales son preparadas cuidadosamente por el Príncipe de este mundo, el demonio, ayudado por los hombres a él aliados; el mundo ofrece estas múltiples carnadas multicolores, de toda clase de aspecto y sabor, adecuada para cada gusto en particular; el demonio, una vez preparadas las carnadas, las arroja en el mar que es el mundo y la historia de los hombres, los cuales son los peces, principal objetivo del gran Tentador. Cuando se tira la carnada, si esta es lo suficientemente apetitosa y sabrosa, el pescador puede estar seguro del éxito de su pesca ya que el pez, guiado por el instinto, no podrá hacer otra cosa que morder la carnada.
         Con el hombre no sucede lo mismo, desde el momento en que, por un lado, tiene algo superior al instinto y es la luz de la razón, la cual ilumina a la voluntad advirtiéndole que tenga precaución porque lo que aparece no es lo que parece, además de encerrar un gran peligro; por otro lado, si la voluntad es débil –como lo es, a consecuencia del pecado original, y eso explica que aunque sabemos que algo está mal lo deseamos igualmente e incluso lo hacemos-, el hombre tiene el ejemplo de Cristo, que como Hombre-Dios no solo resiste a la tentación en el desierto sino que la vence. Jesús vence a la tentación de dos maneras: por un lado, analizando racionalmente los falsos argumentos del demonio y desarmándolos con la lógica sobrenatural de la Palabra de Dios, la Sagrada Escritura, con lo cual nos hace ver que para vencer a la tentación hay que usar la razón iluminada por la fe.
         Por otro lado, el hombre tiene no solo el ejemplo de Cristo, sino que cuenta con su misma fuerza divina, concedida en la confesión sacramental. En cada confesión sacramental Cristo, a través del sacerdote ministerial, concede al alma la gracia santificante necesaria para que el hombre no vuelva a cometer el pecado del cual se confiesa.
         Por lo tanto, sea por el auxilio natural que le viene por la luz de la razón natural, sea por el auxilio sobrenatural que le viene por el auxilio de la gracia sacramental, gracia obtenida por Cristo en la cruz, el hombre no puede decir que se encuentra desamparado frente a la tentación, ni tampoco puede excusarse en la debilidad, porque la voluntad es fortalecida por la gracia -y de tal manera es fortalecida, que si el hombre no quiere, no pecará-, y tampoco puede excusarse en el instinto, porque posee la luz de la razón natural, la luz de la fe, y la luz de la gracia.
         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto (…) Allí fue tentado por el demonio luego de ayunar por cuarenta días”.  En el episodio evangélico de las tentaciones en el desierto Jesús nos enseña cómo resistir y vencer la tentación: Palabra de Dios, ayuno, oración, tal como Él hizo en el desierto, además de concedernos su gracia a través de los sacramentos. Pero hay algo en el ejemplo de Jesús, que está presente desde el inicio, y sin el cual todo lo demás no alcanza su eficacia, y es el Amor a Dios: el Evangelio dice que “el Espíritu llevó a Cristo al desierto”, y ese Espíritu es el Espíritu Santo, el Amor de Dios, la Persona-Amor de la Trinidad. Cristo, en cuanto Dios Hijo y en cuanto Hombre-Dios, ama al Padre con amor inefable, con el Amor divino, el Espíritu Santo, y es este mismo Espíritu de Amor el que inflama su Corazón y el que lo lleva al desierto no solo a ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches, sino a soportar la horrible presencia del Espíritu del mal; es el Amor que tiene a Dios y a nosotros, los hombres, el que lo lleva a soportar la pavorosa y siniestra presencia del ángel de las tinieblas, el ángel que perdió para siempre la gracia, la amistad y el Amor de Dios, Satanás; es el Amor por nosotros el que lo lleva a soportar la visión espantosa y abominable del Dragón tenebroso, y a escuchar sus horribles proposiciones. Por lo tanto, esta es otra enseñanza de Jesús para que aprendamos y pongamos en práctica en el tiempo cuaresmal: la lectura de la Palabra de Dios, el ayuno, la oración, las obras de caridad, deben estar impregnadas, empapadas, vivificadas, por el Amor de Dios. De lo contrario, si no tenemos el Amor de Dios en el corazón, no solo la práctica cuaresmal, sino el mismo corazón y la vida entera, será “como un metal que resuena” (1 Cor 13, 1).
         Jesús entonces no solo nos enseña a resistir a la tentación –Palabra de Dios, oración, ayuno-; no solo nos da el arma para vencerla –la gracia santificante de los sacramentos-, sino que nos advierte que sin el Amor de Dios, el Espíritu Santo, nunca venceremos la tentación.


[1] Cfr. Summa Daemoniaca, Cuestión 20, Editorial Dos Latidos, Zaragoza 2012, 31.
[2] Cfr. Ibídem, Cuestión 21, 32.