sábado, 26 de diciembre de 2015

Fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José


         El Nacimiento del Niño Jesús convierte al matrimonio meramente legal de María Santísima y de San José, en una familia. ¿Por qué el Verbo de Dios elige una familia humana para nacer? Su Advenimiento a la tierra podría haber sido de otra manera, y no necesariamente a través de una familia. La respuesta es que el Hijo de Dios se encarnó y nació en una familia humana, no solo para indicarnos que la familia compuesta por papá-varón, mamá-mujer y los hijos –biológicos o adoptados- es el único modelo familiar pensado, deseado y creado por Dios Trino para la humanidad, sino para que, a ejemplo de la Familia de Nazareth, cuyos integrantes son todos santos, todas las familias aspiren a serlo, imitando a esta Familia como un modelo inigualable.
Aunque vista desde afuera parezca una familia como tantas otras –un padre, una madre, un hijo, es decir, personas unidas por el amor familiar-, sin embargo no lo es, puesto que en esta familia, todo es santo, todo es puro, todo es casto, todo es amor de Dios y la razón es que todo en esta Familia Sagrada, gira en torno a Jesús de Nazareth, el Hombre-Dios, la santidad Increada en sí misma y Fuente Inagotable de toda santidad.
En esta Familia Santa, todo es santo y todos sus integrantes son santos, porque todo gira alrededor de Jesús, el Hijo de la Familia de Nazareth, el Hijo de María y José, que es Dios Tres veces santo y esa es la razón por la cual todas sus relaciones humanas están santificadas y sus integrantes son modelos de santidad para todas las familias.
         La Madre de la Familia de Nazareth es santa, porque es la Virgen y Madre de Dios, creada Inmaculada, sin mancha de pecado original, para ser precisamente Virgen, inhabitada por el Espíritu Santo desde su Concepción y poder así cumplir el rol de ser la Madre de Dios Hijo, la Madre del Hijo Unigénito de Dios, igual al Padre en majestad y gloria, que al encarnarse y nacer en el tiempo y en la historia, tomaría el nombre de Jesús de Nazareth. María Santísima es, por lo tanto, modelo inigualable de santidad para toda madre y esposa que desee santificarse en el amor familiar.
El Padre de esta Familia, San José, es santo, porque él también, lleno del Espíritu Santo, es el varón casto y puro, elegido por el Padre Eterno para ser, en la tierra, una prolongación de su paternidad y de su condición de padre, asumiendo la paternidad adoptiva de Dios Hijo que, siendo Dios Hijo, se convierte, por propia voluntad, en Hijo adoptivo de su propia creatura. San José es, de esta manera, modelo inigualable de esposo casto y de padre amoroso dedicado a su familia.
El Hijo de la Familia de Nazareth es santo, porque es el Verbo Eterno de Dios que, encarnado en Jesús de Nazareth, no deja de ser Dios, engendrado en la eternidad en el seno del Padre. El Hijo de esta Familia Santa es el Hijo Unigénito de Dios, que asumiendo la naturaleza humana, se somete voluntariamente, por amor, a sus padres terrenos, siendo así modelo inigualable para todo hijo que desee santificarse en la obediente sumisión amorosa a los padres.

         La Iglesia nos concede la gracia de contemplar a la Sagrada Familia de Nazareth, en la Infra Octava de Navidad, para que, en la contemplación de la santidad de sus integrantes -Jesús, María y José-, los imitemos en esta vida terrena, para luego ser glorificados en el Reino de los cielos, en la vida eterna.

viernes, 25 de diciembre de 2015

Solemnidad de la Natividad del Señor


      (Ciclo C - 2015)   
    "María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre" (Lc 2, 1-14). Si se considera sólo este párrafo, o si se mira la escena con la sola razón humana, el Nacimiento de Jesús no pasaría de ser otro más entre tantos, con la particularidad de que se trata de un nacimiento muy pobre, en un lugar no apto para seres humanos, porque es un refugio para animales. Si se lee sólo este párrafo, sin la luz sobrenatural de la fe, parecería que se trata del nacimiento de un niño palestino más, en medio de la soledad y el frío de la noche, y en medio de la indiferencia del resto de los hombres.
         Sin embargo, no se trata de un nacimiento más entre tantos, ni de un niño más entre tantos: se trata del Nacimiento del Niño Dios, del Mesías, del Emanuel, el "Salvador" de la humanidad. Esto se desprende de las palabras con las que los ángeles de Dios anuncian a los pastores lo que ha sucedido: "Les ha nacido un Salvador, la señal es el Niño acostado en el pesebre y envuelto en pañales". El Salvador de la humanidad, nace en la noche, en un portal, un refugio de animales, ante la indiferencia de quienes, despreocupadamente, no dieron lugar a su Madre encinta en las ricas posadas de Belén; el Redentor de los hombres, Dios Hijo encarnado, el Creador de cielos y tierra, el Hacedor del universo visible e invisible, nace con la sola compañía de, además de sus padres, María y José, un buey y un asno, ante la completa indiferencia e ignorancia de los hombres, por quienes habría de entregar un día su vida en el Santo Sacrificio de la Cruz. La noticia del Nacimiento les es comunicada, por los ángeles, a unos humildes pastores que, al momento del Nacimiento, se encontraban cumpliendo su trabajo: estos -a diferencia de los demás hombres, que permanecen en la indiferencia-, dando crédito al celestial anuncio acuden presurosos, con fe y con amor, a adorar a su Dios nacido como Niño.
         Hoy, a más de veinte siglos de distancia, se dan circunstancias similares a las del Nacimiento del Niño Dios en Belén: el Salvador quiere nacer, no ya en un portal terreno, sino en todos los corazones de todos los hombres, pero al igual que entonces, cuando no hubo lugar para Él en las ricas posadas de Belén, también hoy carece de lugar para nacer, porque los ricos -no necesariamente ricos de bienes materiales, sino ricos en el sentido de ser soberbios-, no le permiten entrar en sus corazones y en sus vidas y es por eso que Jesús nace en los corazones e quienes, sabiéndose “nada más pecado”, sabiéndose poseedores de corazones pobres de amor, oscuros y fríos como el portal, desean sin embargo recibir al Niño Dios y darle lugar para que pueda nacer en ellos, necesitados de conversión. Y así como el pobre y oscuro Portal de Belén, al nacer el Niño, se iluminó con el esplendor de la gloria divina que de Él surgía como de su fuente Increada, así también, en las almas humildes –que no es igual necesariamente a pobres materialmente- en las que Dios Niño nace por la gracia, brilla el fulgor resplandeciente del Niño de Belén, quien les comunica su vida divina, su gracia, su paz y su Amor celestial.


"La misericordiosa ternura de nuestro Dios nos traerá al Sol naciente, que iluminará a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte"

        

     
      "La misericordiosa ternura de nuestro Dios nos traerá al Sol naciente, que iluminará a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte y guiará nuestros pasos por el camino de la paz" (Lc 1, 67-69). Las palabras proféticas de Zacarías, iluminado por el Espíritu Santo, describen al Mesías que ha de nacer en Belén -y del cual Juan será su Precursor- como a la naturaleza de la misión que el mismo Mesías desarrollará. En efecto, Zacarías llama al Niño de Belén "Poderoso Salvador" que librará a los hombres de sus "enemigos y de los que los odian": puesto que no se trata de un Mesías terreno, que viene a instaurar un reino temporal, el Niño de Belén, el "Poderoso Salvador", librará a los hombres de los ángeles caídos, los demonios que, comandados por la Serpiente Antigua, el Diablo y Satanás, odian a los hombres por cuanto son la creatura predilecta de Dios, creados "a su imagen y semejanza" y los esclavizan por medio de las tentaciones y las pasiones, buscando su eterna perdición. Jesús no ha venido para salvar a un solo pueblo de la tierra, el pueblo de Israel, sino a toda la humanidad, y no ha venido a liberarlos de una esclavitud terrenal y temporal, sino de una esclavitud espiritual y eterna, la de la eterna condenación. Los otros enemigos del hombre, a los cuales el Niño de Belén destruirá, son la muerte y el pecado, porque con su sacrificio redentor, destruirá a una y otro, de una vez y para siempre.
         Que sea un Mesías espiritual, que instaurará un reino espiritual y que combatirá y destruirá a los enemigos espirituales de la humanidad, queda de manifiesto en las palabras de Zacarías, cuando dice que el Mesías es el "Sol que nace de lo alto", que "iluminará a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte", y quienes así viven son los hombres, que desde el pecado original de Adán y Eva, viven inmersos en las tinieblas del pecado, del error y de la ignorancia, alejados de Dios, que es Luz eterna, además de estar dominados y esclavizados por las "sombras de muerte", que no son otra cosa que las sombras vivientes del infierno, los demonios, arrojados del cielo y caídos a la tierra por su inconcebible soberbia de pretender parecerse a Dios Uno y Trino.
         Lo que moverá a Dios a mandar al Mesías, que es su Hijo Unigénito, a nacer como un Niño desvalido en Belén, es "su misericordiosa ternura", la cual "traerá del cielo al Sol que nace de lo alto", Cristo Jesús, el Mesías, el Salvador, el cual, luego de ofrendarse en el Santo Sacrificio del Altar, derrotando a los enemigos del hombre, guiará a estos "por el camino de la paz", el Camino que es Él mismo, el Camino que los conducirá, en el Espíritu Santo, al Padre.

         Las palabras proféticas de Zacarías, inspiradas por el Espíritu Santo, nos disponen para el verdadero espíritu de Navidad: recibir en nuestros corazones, inmersos en las tinieblas, al "Sol que nace de lo alto", el Niño Dios, que nace en Belén, Casa de Pan, para donársenos como Pan de Vida eterna, para conducirnos, al fin de nuestras vidas, al Reino de la paz, el seno del Padre eterno.

jueves, 17 de diciembre de 2015

“¿Quién soy yo, para que la Madre de mi Señor, venga a visitarme?”


(Domingo IV - TA - Ciclo C - 2015 – 16)

“¿Quién soy yo, para que la Madre de mi Señor, venga a visitarme?” (Lc 1, 39-45). Cuando la Virgen se entera de que su prima Santa Isabel ha quedado encinta y necesita ayuda, se pone en camino “inmediatamente”, para ir a socorrer a su prima. Además de darnos ejemplo de misericordia heroica para con los más necesitados, porque la Virgen acude a ayudar a su prima encinta -estando Ella misma encinta, afrontando los riesgos de un viaje largo y riesgoso-, en la Visitación de la Virgen a Santa Isabel hay numerosos signos sobrenaturales que indican que la Visitación trasciende absolutamente los límites de la caridad fraterna, cuyo ejemplo heroico nos da María, ubicándose de lleno en el designio divino de salvación. En efecto, en la Visitación de la Virgen interviene, ante todo, el Espíritu Santo, que es quien ilumina tanto a Santa Isabel como al Bautista, que está en el vientre de su madre. La Presencia del Espíritu Santo, con la llegada de María, se puede determinar en los siguientes hechos: en cuanto a Santa Isabel, es el mismo Evangelio el que revela que Isabel está “llena del Espíritu Santo”: “Apenas esta (Santa Isabel) oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su vientre, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó…”.
La reacción de Santa Isabel ante el saludo de María, no corresponden a los habituales saludos familiares de quienes no se ven desde hace tiempo: no saluda a María como a su prima, como debería ser, sino como la “Madre de mi Señor”, es decir, reconoce a la Virgen como a la Madre de Dios y al Niño que lleva María como a su “Señor”, es decir, como a su Dios y esto se debe a que está “llena del Espíritu Santo”, porque se trata de conocimientos que superan absolutamente la razón humana y de ninguna manera podría tenerlos Isabel, sino fuera porque está asistida por el Espíritu Santo.
Pero también el niño, Juan Bautista, que está en el vientre de Isabel, demuestra estar “lleno del Espíritu Santo”, porque “salta de alegría” en el seno de Isabel por la llegada del Mesías: es un conocimiento sobrenatural, dado por el Espíritu Santo, y es también una alegría sobrenatural, porque se alegra por la llegada del Mesías, no porque es su primo.
Pero la Presencia del Espíritu Santo, además del conocimiento y de la alegría sobrenaturales demostrados por Isabel y el Bautista, se comprueba en una virtud, que es el sello distintivo de quienes pertenecen a Dios, y es la humildad, que lleva a Santa Isabel a no considerarse digna de ser visitada por la Virgen: “¿Quién soy yo, para que la Madre de mi Señor, venga a visitarme?”.
Como podemos ver en la escena de la Visitación, no hay nada mejor que pueda sucederle a un alma, que el ser visitada por María Santísima, puesto que la Llegada de la Virgen es siempre causa de alegría: trae a Jesús con Ella y Jesús, que es Dios, trae su Amor, el Amor de Dios, el Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo.
La escena de la Visitación, por lo tanto, nos enseña cómo prepararnos espiritualmente para Navidad: con la humildad de Santa Isabel -mucho más que Isabel, que era santa porque "llena del Espíritu Santo", debemos decir nosotros, que somos "nada más pecado": "¿Quién soy yo, para que la Madre de mi Señor, venga a visitarme?"- e implorando la asistencia del Espíritu Santo, porque es la Virgen, encinta y a punto de dar a luz, la que nos visitará para Navidad para dar a luz a su Niño Dios en nuestros corazones. Que por intercesión de Santa Isabel, sea la Virgen en persona la que disponga nuestros corazones para que la recibamos a Ella, que nos trae a su Hijo Jesús y, con Él, el Amor de Dios.


Genealogía de Jesucristo, hijo de David


El Evangelio nos relata la Genealogía de Jesucristo (cfr. Mt 1, 1-17). ¿Qué sentido tiene una genealogía? ¿Por qué antes de Navidad? La genealogía –rama de las Ciencias Sociales que indaga sobre los ancestros- está puesta en el Evangelio para demostrar que Jesús fue un hombre verdadero, real, que nació en el tiempo y en el espacio y no “un fantasma” (cfr. Mt 14, 22-33) como dijeron sus discípulos cuando lo vieron aparecer caminando sobre el mar. También está para demostrar que fue un hombre real y verdadero y no un ser ficticio, con un cuerpo no real, como sostuvieron herejes a lo largo de la historia. De esta manera, se establece que el sacrificio de Jesús en la cruz fue un sacrificio real y verdadero de un Cuerpo real y verdadero y no fantasmagórico o imaginario. Esto tiene consecuencias en la doctrina eucarística, porque si Jesús entregó en sacrificio su Cuerpo real y verdaderamente en el Calvario, entonces la Eucaristía, sacramento confeccionado en la Santa Misa, es el Cuerpo real y verdadero, el mismo Cuerpo real y verdadero –en la Eucaristía, glorificado- que Jesús entregó el Viernes Santo, porque la Santa Misa es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz.
Para responder a la pregunta del porqué una genealogía de Jesús antes de Navidad, hay que considerar la constitución íntima del Niño Dios: precisamente, es Niño –humano- y es Dios –Dios Hijo-; es Dios Hijo que se une hipostáticamente, personalmente, a la naturaleza humana de Jesús de Nazareth, sin dejar de ser Dios. El Niño Dios, el Niño que nace en Belén para Navidad, es la Persona Segunda de la Trinidad –es Dios- y es Hombre al mismo tiempo –nace como niño, como ser humano- y por lo tanto, es necesario saber que el Niño que nace para Navidad en Belén, es un niño, un ser humano, pero también hay que saber que no es un niño más entre tantos; no es un niño santo, ni siquiera el niño más santo entre todos los niños santos: ese Niño que nace en Belén, es Niño humano –por eso su genealogía, que rastrea sus ancestros humanos, de los cuales Él desciende por su naturaleza humana-, pero es también Dios al mismo tiempo. Por eso mismo, y para completar la respuesta, la genealogía descripta en el Evangelio, debe ser leída, meditada y contemplada, conjuntamente y a la luz del Prólogo del Evangelio de Juan, en donde se describe el origen divino del Niño de Belén: “En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios, y el Verbo estaba en Dios (…) y el Verbo se encarnó y habitó entre nosotros” (cfr. Jn 1, 1-14).

Entonces, tanto la Genealogía como el Prólogo, nos revelan quién es el Niño Dios, que viene para Navidad “a los suyos”, pero no para ser rechazado, sino para que lo recibamos en el corazón, con fe y con amor: es Jesús, “nacido de María, llamado Cristo”, el Verbo de Dios Encarnado.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

“¿Eres Tú el que ha de venir?”


“¿Eres Tú el que ha de venir?” (Lc 7, 19-23). Juan el Bautista envía a dos de sus discípulos a preguntar a Jesús si Él es el Mesías “que ha de venir”. Jesús no responde con palabras, sino mediante las obras que Él realizado: curación de enfermos, dar la vista a los ciegos, expulsar demonios, resucitar muertos. Las obras de Jesús hablan por sí mismas acerca de su condición divina, porque se trata de milagros que no pueden ser realizados sino por el poder de Dios. Ahora bien, puesto que Jesús se atribuye a sí mismo la condición de Hijo de Dios, igual al Padre, entonces las obras de Jesús, sus milagros, son milagros realizados con el poder divino, que indican que Quien las hizo era Dios en Persona, y no simplemente un hombre santo con el poder divino participado por Dios. Es decir, al contestar indirectamente, como diciendo: "Mira todos estos milagros, hechos por Mí, que soy Dios en Persona, Jesús le dice al Bautista: "Sí, Soy Yo el que ha de venir, tu Dios, el Dios que Es, que Era y el que Vendrá".

Parafraseando a Juan el Bautista, nosotros le preguntamos a Jesús en la Eucaristía: “¿Eres Tú el que ha de venir al fin de los tiempos? ¿Eres Tú el que vienes para Navidad, para nacer en nuestros corazones? ¿Eres Tú el que viene en cada Santa Misa, renovando el Santo Sacrificio de la cruz, entregando tu Cuerpo en la Eucaristía y derramando tu Sangre en el cáliz?”. Y Jesús, desde la Eucaristía, en el silencio, sin palabras, y en lo más profundo de la raíz de nuestro ser, nos dice: “Sí, Soy Yo, tu Dios, el que Es, el que Era y el que Vendrá”.

martes, 15 de diciembre de 2015

“Vino Juan y los pecadores creyeron en él”


“Vino Juan y los pecadores creyeron en él” (Mt 21, 28-32). Juan el Bautista predica la conversión, la apertura del corazón a Dios y a su Amor, expresado en los Diez Mandamientos, y los que se convierten, dice Jesús, son “los publicanos y las meretrices”, es decir, aquellos considerados entre los más pecadores de la sociedad. Y luego se dirige a los religiosos de su tiempo, los fariseos, los doctores de la ley y los escribas: “Pero ustedes, ni siquiera al ver este ejemplo, se han arrepentido ni han creído en él”.
Lo que Jesús les hace ver a quienes son religiosos, es que la religión tiene una esencia, que es la caridad, una triple caridad, un triple amor sobrenatural a Dios y al prójimo por amor a Dios y en consecuencia, el amor a uno mismo, porque así salvamos el alma, y es esto lo que está expresado en el Primer Mandamiento: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. El reproche de Jesús a los fariseos es que han vaciado a la religión de la caridad, del amor misericordioso, quedándose en reglas externas, construidas por los mismos hombres.

“Vino Juan y los pecadores creyeron en él”. El tiempo de Adviento es tiempo de conversión, tiempo de abrir el corazón al Amor misericordioso del Padre encarnado en Jesucristo y es tiempo también de comunicar el Amor recibido en Cristo Jesús, a nuestro prójimo, por medio de obras de misericordia.

viernes, 11 de diciembre de 2015

“Yo los bautizo con agua, pero el que viene detrás de mí, los bautizará con Espíritu Santo y fuego”



(Domingo III - TA - Ciclo C – 2015 – 16)

         “Yo los bautizo con agua, pero el que viene detrás de mí, los bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Lc 3, 2-3. 10-18). Juan el Bautista predica en el desierto, llamando a la conversión del corazón, y bautiza, como signo de la nueva condición de vida del alma: así como el agua limpia y purifica, al arrastrar la suciedad que se encuentra sobre un objeto, así la disposición nueva del corazón, decidido a no cometer pecados, es como el agua que arrastra lo que está manchado y sucio. Pero el mismo Bautista lo aclara: su bautismo es sólo de agua, es decir, es un bautismo que no llega a la raíz más profunda del ser; es un bautismo meramente de deseo, en el que la persona que se bautiza, recibe el agua solo como un mero símbolo de la disposición interior del corazón de vivir en la Ley de Dios y no bajo el pecado. Es un bautismo, pero meramente moral, porque no incide en la raíz profunda, metafísica, del ser; no incide en el acto de ser del hombre y tampoco lo hace partícipe de la naturaleza divina. En cambio, Jesús bautizará con un bautismo que llegará hasta la raíz más profunda del ser del hombre, el acto de ser, lo que hace que la esencia “hombre” se actualice, y cuando el bautismo de Jesús llegue a lo más profundo del ser, esto hará que el alma comience a participar de la vida misma de Dios, porque no se trata justamente de un mero bautismo moral, como el de Juan, sino un bautismo real, sobrenatural, en donde lo que será purificado no será el cuerpo, como cuando el agua cae sobre el cuerpo, sino el corazón, y lo que hará que el corazón quede purificado, no será el agua, sino el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, insuflado por Jesús, Espíritu que es Fuego de Amor Divino. Por acción del bautismo de Jesús con el Espíritu Santo, el corazón humano queda no solo purificado del pecado, sino que queda imbuido y penetrado por la gracia santificante, que es participación a la vida divina.
         Este hecho –que Jesús bautice con el Espíritu de Dios, que es Fuego Divino- tiene consecuencias profundas, porque la conversión del corazón es real, causada por la gracia, y no meramente moral, como dependiendo de la voluntad del hombre, como en el caso del bautismo de Juan; además, la fuerza para realizar las obras buenas, que son consecuencia del bautismo, ya no depende de la voluntad humana, sino que el deseo de obrar y el obrar mismo como converso, es llevado a cabo y realizado con la fuerza misma de Dios, porque la gracia hace participar en la vida divina. Dicho de otras maneras, quien recibía el bautismo de Juan y deseaba obrar el bien como consecuencia de ese bautismo, obtenía las fuerzas para realizar esas obras sólo de sí mismo, lo cual es una fuerza sumamente débil; por el contrario, quien recibe el bautismo de Jesús, por el cual recibe la gracia santificante, al ser hecho partícipe de la vida misma de Dios Trino, cuando quiere obrar obras de misericordia, que demuestran la conversión del corazón, lo hace con la fuerza misma de Dios y esto es lo que explica el origen sobrehumano de las obras de los santos, obras que no se deben a la sola voluntad del hombre, sino a la fuerza de Dios que actúa a través de ellos. Por ejemplo, cuando la Madre Teresa de Calcuta atendía a los agonizantes, abandonados a su suerte debido al sistema de castas hindú, no lo hacía por sí misma, sino asistida por el Espíritu Santo, de modo tal que puede decirse que en ese pobre atendido por la Madre Teresa, era el Espíritu Santo en Persona quien obraba la misericordia, a través de un instrumento humano, la Madre Teresa.

“Yo los bautizo con agua, pero el que viene detrás de mí, los bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Quien ha recibido el Bautismo Sacramental de la Iglesia de Jesús, la Iglesia Católica, no puede excusarse en su condición humana para no obrar la santidad; no puede decir: “yo soy un ser humano y por eso no puedo ser paciente y mucho menos paciente hasta el extremo”; “yo soy un ser humano y no puedo controlar mi carácter”; “yo soy un ser humano y no puedo controlar mis pasiones”, porque basta con que lo quiera, y la gracia de Dios lo ayudará, con la fuerza misma de Dios, a ser paciente hasta la muerte de Cruz, a ser humilde con la humildad misma de Jesús y María, a vivir las virtudes en un grado de santidad sublime, y esto porque es la gracia recibida “como Espíritu Santo y fuego” la que lo impulsará a obrar con la fuerza, el amor y la sabiduría misma del Hombre-Dios Jesucristo. El bautizado que no es santo, es porque no quiere serlo; como dice Santo Tomás de Aquino, "basta querer, para serlo".

“No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre”


“No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre” (Mt 11, 16-19). Con el ejemplo de dos grupos de muchachos, uno de los cuales no quiere ni bailar ni llorar con el otro grupo, Jesús se refiere a aquellos que, buscando cualquier pretexto, posponen la conversión, la oración y todo tipo de deber de amor para con Dios. El grupo que se niega tanto a llorar como a bailar –los que rechazan la llamada a la conversión tanto de Juan como la suya misma- son los cristianos que, debido a que no quieren convertirse, porque no quieren saber nada de Jesucristo, ni de su mandamiento del amor, ni de su Iglesia, ni de sus sacramentos, se excusa bajo falsos pretextos, con tal de permanecer en su vida apegada a lo terreno. Aquí pueden incluirse los que conviven durante años, pero postergan inexplicablemente el sacramento del matrimonio; pueden incluirse también los que no bautizan a sus hijos, esperando que lleguen a una “mayoría de edad” para que elijan “libremente”; pueden incluirse también los que los bautizan, pero luego no se preocupan por la formación catequética para la Primera Comunión y Confirmación; los que postergan indefinidamente la Confesión Sacramental, etc. Obrando de esta manera, se comportan como la muchedumbre que eligió a Barrabás, como si fuera el salvador, mientras que al Salvador, Jesús, lo trataron como un delincuente, porque lo condenaron a muerte, apartándose de Él: se apartan de Jesús, tanto hoy como ayer, como si Jesús fuera un bandido, que fuera a hacerles daño, cuando es el Cordero de Dios que viene a darles la vida eterna.

“No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre”. Tanto Juan el Bautista como Jesús, predican la conversión del corazón. No seamos como el grupo de muchachos necios que, buscando cualquier excusa, se alejan del Hombre-Dios Jesucristo.

jueves, 10 de diciembre de 2015

“No ha nacido ningún hombre más grande que el Bautista”


“No ha nacido ningún hombre más grande que el Bautista” (cfr. Mt 11, 11-15). Nuestro Señor alaba a Juan el Bautista, pero no tanto por su santidad personal, como por el papel que tan fielmente desempeñó en el plan divino[1]. Él es el puente entre el orden antiguo y el nuevo, entre el Antiguo Testamento y el Nuevo; es el que anuncia el cumplimiento de las profecías mesiánicas; es el que, lleno del Espíritu Santo, señala a Jesucristo y dice: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”; es el que viste con piel de camellos, se alimenta con langostas y predica en el desierto la conversión del corazón para estar preparados para la llegada del Mesías, para su aparición pública; es el que da su vida en testimonio de Cristo Esposo, el Hijo de Dios que se une esponsalmente a la humanidad en la Encarnación.
Es necesario conocer al Bautista, porque todo cristiano está llamado a imitarlo y a participar de su misión: como el Bautista, todo cristiano está llamado a señalar, con la luz y el conocimiento sobrenaturales proporcionados por el Espíritu Santo, a Cristo, diciendo de Él, en su Presencia eucarística: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”; todo cristiano está llamado a vivir austera, sobria y castamente como el Bautista, y a predicar en el desierto del mundo la conversión del corazón, necesaria para recibir la gracia santificante del Verbo de Dios; todo cristiano está llamado a dar su vida, ya sea en el martirio cruento, o en el martirio incruento, diario que significa dar testimonio de fe y de vida cristianos, al igual que el Bautista, testimoniando a Jesucristo, el Verbo de Dios que en la Encarnación se unió nupcialmente a la humanidad, para dotarla con la gracia y la santidad divinas; al igual que el Bautista, que anunció en el desierto al Mesías que habría de aparecer en el mundo, todo cristiano está llamado a anunciar a Cristo Dios, el Mesías, que vino en Belén, que vendrá al fin de los tiempos, en una nube, lleno de poder y de gloria, para juzgar a la humanidad, que viene en cada Eucaristía, oculto en apariencia de pan.





[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, 388.

sábado, 5 de diciembre de 2015

“Preparen el camino del Señor. Los valles serán rellenados, las colinas y las montañas aplanadas”


(Domingo II - TA - Ciclo C - 2015 – 16)

         “Preparen el camino del Señor. Los valles serán rellenados, las colinas y las montañas aplanadas” (Lc 3, 1-6). El Adviento, que significa “venida”, “llegada”, es tiempo de preparación y de espera -y de doble espera- al Señor Jesús, que es Quien Viene: el Adviento es tiempo preparación y espera de la Segunda Venida del Señor, que sucederá al fin de los tiempos, pero también, y aunque ya vino por Primera Vez, es preparación y participación, por el misterio de la liturgia eucarística, en la espera de la Primera Venida del Señor, porque a pesar de haber ya venido por Primera Vez, prolonga sin embargo su Encarnación en la Eucaristía.  
Para esta doble espera de Jesús que viene –para Navidad y al fin de los tiempos-, es que el Evangelio de hoy nos advierte, por medio del Profeta Isaías: “Preparen el camino del Señor (…) rellenen los valles, aplanen las colinas y las montañas”. Es decir, Dios viene y pareciera que para la Venida del Señor es la tierra la que tiene ser modificada; sin embargo, no es la tierra, sino son nuestras almas y nuestros corazones los que deben modificarse para recibir al Señor Jesús que viene para Adviento. Con la imagen de senderos sinuosos que deben ser rectificados, valles que deben ser rellenados y montañas que deben ser aplanadas, Dios nos advierte, a través del Profeta Isaías, acerca de las realidades espirituales, puesto que estas figuras tienen su equivalente en las disposiciones del alma, y lo que Dios nos está advirtiendo es que, para recibirlo a Él, que “viene” y “llega” para Adviento, es que debemos prepararnos.
En la primera parte del Adviento, en cuanto tiempo litúrgico, nos disponemos como Iglesia para prepararnos para la Segunda Venida del Señor, tal como lo anuncia Él mismo en el Apocalipsis: “Pronto regresaré trayendo  mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras” (cfr. Ap 22, 12). En esta parte del Adviento, entonces, la Iglesia nos prepara espiritualmente para la Segunda Venida, advirtiéndonos a través de elementos geográficos, que debemos cambiar profundamente, para recibir adecuadamente al Señor Jesús, que es “el que era, el que Es y el que vendrá”. ¿Qué es lo que representan estas figuras geográficas? Representan todos los defectos, vicios y pecados que se encuentran en nuestras almas y corazones, cuya presencia es incompatible con la Venida del Señor y por lo tanto, deben ser cambiados: los caminos que tienen que ser enderezados, representan a las almas sinuosas, no veraces, no verdaderamente transparentes; representan a las almas que hablan con engaños, con medias verdades, que son siempre mentiras completas; son las dobles intenciones, la doblez de corazón, la hipocresía, el cinismo, el decir las cosas de modo tortuoso para engañar al prójimo, el no ser rectos, sinceros, el calumniar, el difamar, el decir mentiras; nada de esto puede estar en presencia de Dios que viene, porque la oscuridad del alma no da lugar a la santidad divina y por eso el alma que es así, debe desistir y finalizar con el proceder de doble corazón. A su vez, los valles que deben ser rellenados, son las faltas de amor a Dios y al prójimo, además de la pereza en el divino servicio; representan al corazón humano vacío de fe y de amor, a Dios y al prójimo y, por lo tanto, vacío también de obras de misericordia; las montañas y colinas que deben ser aplanadas, son la soberbia y el orgullo del corazón, la concupiscencia de la carne, de la vida y de los ojos, que se levantan entre Dios y el hombre como un muro infranqueable, porque Dios, que es la Humildad en sí misma, no puede entrar en un corazón altanero, soberbio, lleno de sí mismo y vacío de Dios.
Es por eso que el Adviento –su primera parte- es tiempo de meditación en la muerte, porque no sabemos cuándo vendrá el Señor por Segunda Vez, pero si alguien muere esta tarde, por ejemplo, esta tarde será, para esa persona, el cumplimiento del Adviento, de la Venida o Llegada del Señor Jesús, porque su alma será presentada ante Jesucristo, Sumo y Eterno Juez. Para el que muere antes del fin de los tiempos, su muerte es el Adviento, la Llegada o Venida del Señor, porque es conducida a su Presencia, para recibir, en el juicio particular, la justa retribución de sus obras: para los buenos, el cielo; para los malos, la condenación.
“Preparen el camino del Señor. Los valles serán rellenados, las colinas y las montañas aplanados”. El Señor Jesús llega para Navidad y cada día que pasa es también un día menos que nos separa de la Segunda Venida. Por lo tanto, Adviento es el tiempo para meditar sobre estas preguntas:  ¿es nuestro corazón como un humilde Portal de Belén, que aunque miserable y oscuro, y a veces dominado por la pasiones, representados en el buey y el asno, tiene lugar sin embargo, para que la Virgen dé a luz en él al Salvador?
¿Cómo estamos preparados para el encuentro cara a cara con Dios que viene en la gloria al fin de los tiempos? ¿Preparamos el camino del Señor? ¿Abajamos nuestro orgullo, es decir, las montañas? ¿Enderezamos los senderos, es decir, evitamos con todo esfuerzo la doblez de corazón? ¿Rellenamos los valles, es decir, llenamos el vacío de amor a Dios y al prójimo obrando obras de misericordia para con los más necesitados? ¿Y si viniera hoy? ¿Estoy preparado para encontrarme con Él, cara a cara?
Adviento es tiempo de preparación para la Segunda Venida y de participación, por el misterio de la liturgia, de la Primera Venida. Tanto para la Primera Venida, como para la Segunda, Jesús, Dios Encarnado, mirará en nuestros corazones y revisará nuestras manos: escudriñará los corazones, buscando Amor, porque siendo Él el “Dios Amor”, no puede entrar en un corazón que no tenga Amor de Dios; revisará nuestras manos, buscando obras de misericordia, porque siendo Él Dios misericordioso, no puede subsistir ante su Presencia quien no sea misericordioso. Sea que nos preparemos para la Primera o para la Segunda Venida, Adviento es tiempo de alistar con Amor la morada del Señor, nuestros corazones, y de preparar los presentes que le ofrendaremos, las obras de misericordia.


sábado, 28 de noviembre de 2015

Adviento: celebración de la Primera Venida y preparación para la Segunda Venida del Señor



(Domingo I - TA - Ciclo C – 2015 – 2016)

         El término “Adviento” viene del latín adventus, que significa venida, llegada; por lo tanto, en el Adviento, todo hace referencia a la venida o llegada del Mesías, una venida que es doble: la Primera, oculta, y la Segunda, en la gloria. Es decir, el Adviento es el tiempo litúrgico en el que la Iglesia, por un lado, celebra la Primera Venida de Nuestro Señor, en Belén, mientras que, por otro lado, se prepara espiritualmente para esperar la Segunda Venida del Señor, en la gloria. El sentido del Adviento es entonces doble: celebrar en la fe la Primera Venida del Mesías "en carne", es decir, en una naturaleza humana, y avivar en los bautizados la espera de la Segunda Venida del Señor, que es “el Alfa y la Omega, el que era, que es y que vendrá” (cfr. Ap 1, 8).
Es por esto que el Adviento se divide en una Primera Parte –comprende desde el primer domingo al día 16 de diciembre-, que mira ante a la Venida de Jesús al final de los tiempos y por eso mismo posee un marcado carácter escatológico, apocalíptico; la Segunda Parte –que comprende desde el 17 de diciembre al 24 de diciembre-, se orienta más explícitamente a celebrar la Primera Venida de Jesucristo en la historia, y es la Navidad.
En Adviento, la Iglesia contempla y celebra la Primera Venida de Jesús “en la humildad de nuestra carne”, es decir, en el Nacimiento en Belén y para ello se coloca en un clima espiritual similar al de los justos del Antiguo Testamento, que esperaban con ansias el cumplimiento de las profecías mesiánicas y el arribo del Mesías. Debido a este carácter de espera, de expectación, que implica el Adviento, se toman las lecturas bíblicas del profeta Isaías y los pasajes del Antiguo Testamento que señalan la llegada del Mesías. Isaías, Juan Bautista y María de Nazaret son los modelos de creyentes que la Iglesias ofrece a los fieles para preparar la venida del Señor Jesús. El mejor modo de participar del Adviento es “introducirnos” espiritualmente en las escenas evangélicas, junto a Isaías, Juan Bautista y la Virgen para unirnos a ellos en la fe en la espera del Señor.
Al mismo tiempo, Adviento es el tiempo en el que la Iglesia se prepara para la Segunda Venida de Jesús, al final de los tiempos, “en la majestad de su gloria”, como Señor y como Juez de las naciones. Es decir, Adviento es el tiempo espiritual para prepararnos, como Iglesia, para la Segunda Venida del Señor, lo que significa prepararnos para ser juzgados “en el Amor” por Jesucristo, Sumo y Eterno Juez: “En el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el Amor”, como dice San Juan de la Cruz. Que el Adviento tenga este significado de preparación para la Segunda Venida de Jesús, es lo que explica el hecho de que la Iglesia nos presente para la meditación y reflexión el Evangelio de Mateo en el que Jesús habla acerca no de su Primera sino de su Segunda Venida: “Habrá señales en el cielo (...) verán al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria…”. En la Segunda Venida, la situación será como en tiempos de Noé, quien era el único justo en medio de la perversión generalizada de la humanidad, perversión que fue la que llevó a Dios a enviar el Castigo por medio del Diluvio Universal. De la misma manera, antes de la Segunda Venida de Nuestro Señor, también la humanidad habrá caído en aberrantes perversiones –con la difusión universal de leyes contrarias a la naturaleza, no hay lugar en la tierra, en la actualidad, en donde no se practiquen tanto el ateísmo como el libertinaje moral y el neo-paganismo, lo cual nos hace ver que nos encontramos en tiempos peores a los inmediatamente anteriores tanto al Diluvio Universal como a la lluvia de fuego que arrasó con las ciudades de Sodoma y Gomorra-, y sólo un pequeño número se mantendrá fiel a su Amor, expresado en los Mandamientos y en las Bienaventuranzas; y de la misma manera a como en tiempos de Noé se salvó un pequeño número de hombres gracias al Arca, así también, al final de los tiempos, sólo se salvará un pequeño número de creyentes, que se hayan refugiado en el Arca de los Últimos Tiempos, el Inmaculado Corazón de María (es por esto que la Consagración a la Virgen, según el método de San Luis María Grignon de Montfort, es un modo óptimo de participar litúrgicamente del Adviento). Es para esta Segunda Venida para la cual nos prepara la Iglesia en la primera parte del Adviento.
En las oraciones de la Liturgia de las Horas, se puede ver también cómo el Adviento sea un tiempo litúrgico en el que el alma debe prepararse para el encuentro cara a cara con Jesús, en la eternidad: “Señor, despierta en tus fieles el deseo de prepararse a la venida de Cristo por la práctica de las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino celestial”[1]. Es decir, dentro de la gracia propia del Adviento está el desear prepararnos para la Venida de Cristo, para su Segunda Venida, así como también la gracia propia del Adviento es la de celebrar, en la fe, la Primera Venida del Señor, como un Niño humano.
Sin embargo, podemos decir que en Adviento hay una tercera venida o llegada, una venida o llegada intermedia, podríamos decir así, entre la Primera y la Segunda, y es la Venida o Llegada Eucarística del Mesías, acaecida en la Santa Misa. Es decir, al mismo tiempo que la Iglesia celebra la Primera Venida y se prepara para la Segunda Venida, mientras tanto, la Iglesia adora a su Señor en su Venida Eucarística, en la que se combinan aspectos de ambas Venidas, la Primera y la Segunda: en la Eucaristía está contenida la alegría de la Primera Venida, porque Jesús Eucaristía es el mismo Jesús que vino en la Historia, en Belén, y que ya atravesó su misterio pascual de muerte y resurrección y prolonga su Encarnación en la Eucaristía; en la Eucaristía está también contenida la espera de la Segunda Venida, porque Jesús Eucaristía es el mismo Jesús que ha de venir, revestido de poder y de gloria, en una nube al fin de los tiempos” (cfr. Lc 21, 27), para juzgar a vivos y muertos. Cada Eucaristía es, por lo tanto, un Adviento maravilloso, en el que se entrelazan el Primer Adviento, porque se prolonga la Encarnación, la Venida en la humildad de la naturaleza humana y el Segundo, porque se contiene su Presencia glorificada y resucitada, propio de su Venida en la gloria divina.
         Por último, la Iglesia se caracteriza en Adviento por sus obras de misericordia –corporales y espirituales- y esto como muestra de la fe que la Iglesia profesa en su Señor, que ya vino en Belén y al que espera glorioso al fin de los tiempos, mientras lo recibe, en la humildad de la apariencia de pan, oculto a los ojos del cuerpo pero Presente a los ojos de la fe, con su Cuerpo glorioso y resucitado en la Eucaristía. Es decir, las obras de misericordia, las obras de amor, propias del Adviento y realizadas por la Iglesia, expresan de modo visible y tangible aquello que la Iglesia recibió en la Primera Venida, y que es lo que recibe en la Venida Eucarística, y que es también lo que recibirá en la Segunda Venida: el Amor de Dios.




[1] Cfr. Liturgia de las Horas, I Vísperas del Domingo I del Tiempo de Adviento.

jueves, 26 de noviembre de 2015

“Cuando vean a Jerusalén sitiada por los ejércitos, sepan que su ruina está cerca (…) Entonces verán al Hijo del hombre venir sobre una nube del cielo"


“Cuando vean a Jerusalén sitiada por los ejércitos, sepan que su ruina está cerca (…) Entonces verán al Hijo del hombre venir sobre una nube del  cielo" (Lc 21, 20-28). Jesús profetiza acerca de dos hechos diferentes: uno, la ruina del templo de Jerusalén, cercana en el tiempo, señal para que sus discípulos huyan; el segundo, la venida del Hijo del hombre, que abarca a todo el universo y del cual nadie podrá escapar y del cual se abstiene de predecir cuándo sucederá, porque eso sólo lo conoce el Padre[1].
Jesús trata dos temas diferentes –la ruina del Templo de Jerusalén con la Segunda Venida del Hijo del hombre- para quitar el error del mesianismo judío, que sostenía que si colapsaban el judaísmo y la ley mosaica junto con Jerusalén, el mundo no podría subsistir y que tanto Israel como la ley mosaica habrían de triunfar eternamente[2]. Al tratar los dos temas de modo conjunto, Jesús se diferencia del tipo de mesías esperado por el judaísmo –quien conduciría a Israel a un triunfo terreno sobre sus enemigos terrenos-, estableciendo una figura muy distinta de cómo es el verdadero Mesías: un Mesías que habría de conceder a la Nueva Jerusalén, la Iglesia Católica, un triunfo espiritual sobre sus enemigos espirituales –el Demonio, la muerte y el pecado- por el sacrificio de su cruz.
El primer hecho, la ruina y caída de Jerusalén, profetizado por Jesús, se cumplió en el año 70 d. C.; el segundo, la Venida del Hijo del hombre, debe aún cumplirse.
         Más allá de cuándo sucederá –sólo el Padre lo sabe-, y más allá de saber que las señales anunciadas por Jesús se están cumpliendo, lo importante del mensaje del Evangelio es que el cristiano debe reflexionar acerca del Mesías que espera: no es un mesías terreno, que dará un triunfo temporal sobre enemigos terrenos y temporales, sino un Mesías-Dios, que concederá el triunfo definitivo sobre los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, el mundo y la carne. Hasta que venga el Mesías, en su Segunda Venida, sobre las nubes del cielo, lo recibimos en su Venida Eucarística, acaecida sobre el altar, en cada Santa Misa.



[1] Cfr. B. ORCHARD et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 638ss.
[2] Cfr. ibidem.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo



(Ciclo B – 2015)

         “Tú lo dices: Yo Soy Rey” (Jn 18, 33-37). Sorprende el hecho de que la revelación y auto-proclamación de Jesús como Rey del Universo se produzca precisamente en este momento, en el momento en el que Poncio Pilatos, el gobernador romano, lo interroga. Al momento de su auto-proclamación como Rey, Jesús está muy lejos de aparentar ser un rey: no solo no tiene una corona de oro, no solo no está en su palacio, rodeado de su corte y de sus nobles y soldados, sino que está esposado, ha sido tomado prisionero, ha sido abandonado por sus discípulos y amigos, ha sido golpeado, insultado, traicionado, vendido por treinta monedas de plata, ha sido entregado a una potencia extranjera, ha pasado la noche en la cárcel, está rodeado de enemigos. Sorprende la revelación y auto-proclamación de Jesús como rey, porque en nada se parece, en la escena del Evangelio, frente a Poncio Pilatos, indefenso y ultrajado, a un rey terreno, está hambriento, sudoroso, sin haber siquiera podido higienizarse, desde su detención. Parece un pordiosero, un mendigo, un “sin-techo”. Y cuando suba a la cruz, coronado de espinas, y sus manos y pies sean atravesados por gruesos clavos de hierro, parecerá todavía menos rey, a los ojos de los hombres, que sólo ven las apariencias. Y sin embargo, Jesús en la Pasión y en la cruz es Rey, Él es el “Kyrios”, el Rey de la gloria, cuyo trono de majestad es el madero ensangrentado de la cruz, su corona real es la corona de gruesas, duras y filosas espinas, que desgarran su cuero cabelludo y hacen brotar raudales de Sangre que empapan su cabeza, su rostro divino tumefacto, su Cuerpo Santísimo; Jesús es Rey y su cetro de poder son los clavos de hierro, porque con ellos el Amor manda a los hombres que se santifiquen para el cielo, al tiempo que sujeta y hunde a las potencias infernales en el Abismo eterno. Jesús en la Pasión y en la cruz no parece rey, pero Jesús es Rey por derecho, porque es Dios omnipotente, Creador de los hombres y los ángeles; Jesús no parece rey en la Pasión, pero Él es Rey por conquista, porque es Dios Redentor y Santificador, que redime a la humanidad al precio de su Sangre derramada en la cruz y es Dios Santificador, porque Él es la santidad misma que junto al Padre, dona el Espíritu Santo que santifica las almas y la Iglesia; porque es Dios, Jesús es Rey de ángeles y hombres; Jesús es Rey del Universo visible e invisible; Jesús es Rey de los corazones de los que aman a Dios, porque Él es el Divino Amor y la Misericordia Divina encarnados, aunque el poder omnipotente de su Justicia Divina se extiende incluso hasta la más recóndita madriguera del infierno, en donde los ángeles caídos y los condenados experimentan la magnitud, el poder y el alcance de la furia de su Ira Divina.
Jesús es Rey del Universo, elevado al trono majestuoso de la Santa Cruz y para indicar su reyecía divina, es que se coloca el letrero que dice: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”, pero como dice San Agustín, es rey no sólo de Israel, sino del Nuevo Israel, la Iglesia Católica, porque es Rey de las almas; San Agustín afirma que Jesucristo es Rey de los cielos y no meramente rey terreno de Israel, porque no persigue fines temporales, sino la eterna salvación de los hombres que creen en Él y lo aman: “¿De qué le servía al Señor ser rey de Israel? ¿Era por ventura algo grande para el Rey de los siglos, ser rey de los hombres? Cristo no es rey de Israel para exigir tributos, armar de la espada a los batallones y dominar visiblemente a sus enemigos, sino que es rey de Israel para gobernar las almas, velar por ellas para la eternidad y llevar al reino de los cielos a los que creen, esperan y aman”.
         “Tú lo dices: Yo Soy Rey”. Jesús se auto-proclama rey, aunque no parece rey, porque no se parece a ningún rey de la tierra: no está vestido con túnicas de seda, sino con su túnica, que empapada por su Sangre, está cubierta también de tierra y de la humedad del sudor de su Cuerpo estresado; no lleva una corona de oro, sino que ha sido insultado, blasfemado, denigrado, rebajado en su honor y dignidad; no está acompañado por su séquito de nobles y cortesanos, sino que está rodeado de enemigos que desean matarlo. Jesús no parece un rey de la tierra, y Él mismo revela la causa: su realeza no es de este mundo, sino del cielo: “Yo Soy Rey (…) Mi realeza no es de este mundo”. Si fuera un rey de la tierra, los suyos habrían combatido para que no fuera apresado; sin embargo, como no es un rey de la tierra, sino del cielo, es Dios Padre quien no ha dejado que legiones de ángeles lo liberen, sino que ha permitido que fuera entregado a sus enemigos, para que así este Rey –que es Rey por derecho, puesto que es Dios-, se convierta también en Rey por conquista, porque al sufrir su Pasión y derramar su Sangre, Jesús Rey del mundo, habría de vencer para siempre, definitivamente a los tres grandes enemigos de la humanidad: el pecado, la muerte y el demonio. Dios Padre permite que Jesús, siendo Rey del Universo, sea apresado, para que así pueda cumplir su Pasión Redentora, Pasión por la cual Jesús habría de derramar al Espíritu Santo con la efusión de su Sangre, destruyendo así la muerte, borrando los pecados, encarcelando al demonio para siempre en el lago de fuego del Infierno, conduciendo a los hombres a la eternidad, para que disfruten de la bienaventuranza celestial y sean herederos del Reino de los cielos.
“Yo Soy Rey (…) Mi realeza no es de este mundo”. El Reino de Jesús no es de este mundo: es del cielo, viene del cielo y Él viene a instaurarlo en la tierra, pero es un reino eminentemente espiritual, sin delimitaciones geográficas y sin estructuras materiales, por eso Jesús dice: “El Reino de Dios no está aquí  o allí (…) el Reino de Dios está entre ustedes”. Esto quiere decir que el Reino de Dios está en toda alma en gracia, porque lo que hace que el Reino llegue, del cielo a las almas, es la gracia y cuando el alma está en gracia, tiene en sí misma a algo más grande que el Reino, y es al Rey de este reino, Cristo Jesús. Es por eso que una persona puede estar agobiada por las tribulaciones, puede parecer exteriormente un ser carente de todo, pero si está en gracia, tiene en sí al Rey del Universo, Cristo Jesús: a un alma así, es el mismo Rey en Persona quien lo asocia a su cruz, porque quiere hacerlo partícipe de su corona y de su reyecía.
“Tú lo dices: Yo Soy Rey”. Jesús es el “Kyrios”, el Rey del Universo, que reina desde un madero y reina también desde la Eucaristía, y este mismo Rey, que reina desde la cruz y desde la Hostia consagrada, es el Rey que habrá de venir, revestido de gloria, en una nube, a juzgar a vivos y muertos al fin del mundo. A Nuestro Rey, que reina desde el madero, que viene a nosotros en el Pan de Vida eterna, lo entronicemos en nuestras mentes, en nuestras voluntades, en nuestros corazones, para que a Él y sólo a Él le rindamos el amor y la adoración que sólo Él se merece; adoremos a Nuestro Rey Jesucristo en la Eucaristía, en el tiempo que nos queda de vida terrena, para seguir luego adorándolo, en la contemplación cara a cara, por toda la eternidad, en el Reino de los cielos. A Jesús, Rey del Universo, le decimos: “Oh Cristo Jesús, Rey de la gloria, Kyrios, Señor del cielo y de la tierra, que reinas desde el madero y desde la Eucaristía, nosotros, indignos servidores tuyos, Te proclamamos Nuestro Único Rey y Señor, , porque sólo Tú eres Dios y nadie más que Tú y te ensalzamos, te exaltamos y te adoramos, en el tiempo y en la eternidad. Amén”.


viernes, 20 de noviembre de 2015

“Han convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones”


“Han convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones” (Lc 19, 45-48). Jesús expulsa a latigazos del Templo a los vendedores de bueyes y palomas y a los cambistas, mientras cita la Sagrada Escritura: “Mi casa es casa de oración y ustedes la han convertido en una cueva de ladrones”.
Sin embargo, no son solo los vendedores y comerciantes del templo los únicos destinatarios de la ira de Jesús, sino también todos los cristianos que, profanando su cuerpo, convierten a este, llamado a ser “templo del Espíritu Santo” (cfr. 1 Cor 6, 19), morada de la Trinidad, Casa de oración, en cuevas de demonios y esto sucede toda vez que los cristianos, seducidos por el mundo, ingresan imágenes impuras, consienten a la tentación, se dejan arrastrar por pensamientos y deseos impuros y cometen actos impuros. Los bueyes y palomas de los vendedores, que están en el Templo de Dios cuando no deberían estar, representan a las pasiones sin el control de la razón y de la gracia, que así profanan el templo de Dios que es el cuerpo del hombre; los vendedores, representan a la idolatría del dinero, a la entronización en el corazón del hombre del oro y la plata en el lugar de Dios, y a todas las fechorías, trapisondas, engaños y crímenes de todo tipo que el hombre avaro, idólatra del dinero, comete, para obtener más y más ganancias ilícitas.  

“Han convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones”. Nuestra alma y cuerpo están llamados a ser, por la gracia santificante, la Casa del Padre, el Templo del Espíritu Santo, la Morada de la Trinidad y el corazón es el altar vivo en donde debe ser adorado el Dios Viviente, Jesús Eucaristía. Si profanamos la Casa del Padre, el alma y el cuerpo, con deseos, pensamientos, actos impuros o si entronizamos en nuestros corazones al dinero en vez de Jesús Eucaristía, entonces el reproche de Jesús va dirigido a nosotros.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

“¿Por qué no entregaste mi dinero en préstamo?”


“¿Por qué no entregaste mi dinero en préstamo?” (Lc 19, 11-28). Con la parábola de un hombre que entrega cien monedas de plata a diez servidores para que las multipliquen, premiando a quienes cumplieron sus órdenes y castigando a aquel que no hizo nada con las monedas, Jesús grafica la entrega de dones al hombre por parte de Dios y la necesidad de hacerlos rendir en favor del Reino; en caso contrario, lo recibido será luego quitado al final de la vida.
En efecto, el hombre noble que parte para ser investido como rey, es Él en su misterio pascual, que parte a la Casa del Padre, por el sacrificio de la cruz, para recibir la corona de gloria en los cielos y ser investido como Rey de cielos y tierra; las cien monedas de plata que entrega a sus servidores para que las multipliquen, representan a los dones y talentos de todo tipo –sea en el orden natural, como el ser y la vida; sea en el orden sobrenatural, como el bautismo, la Eucaristía, etc.- con los que Dios adorna a toda alma en la Iglesia; los hombres que multiplicaron las cien monedas de plata representan a los cristianos que utilizan sus talentos colocándolos al servicio del Reino de Dios, buscando en todo la salvación de las almas y la mayor gloria de Dios; el hombre que escondió las cien monedas de plata en un pañuelo por temor a su patrón, representa a los cristianos que, habiendo recibido dones de todo tipo, iguales a aquellos que alcanzaron la santidad –todos reciben cien monedas de plata, en las que están representados los talentos necesarios para la salvación-, sin embargo, no utilizaron esos dones y talentos para salvar almas y para glorificar a Dios, sino que los utilizaron, o bien en provecho propio, o bien para el mal; la recompensa que da el hombre noble a los que multiplicaron sus monedas –diez y cinco ciudades respectivamente-, una recompensa desproporcionada, representa el premio de la vida eterna en el Reino de los cielos, el cual es siempre desproporcionado frente a cualquier obra meritoria del hombre; el castigo al hombre mezquino que no quiso hacer rendir las monedas de plata, representa la eterna condenación de quienes, por tibieza o por malicia, despreciaron los talentos dados por Dios.

“¿Por qué no entregaste mi dinero en préstamo?”. Ningún hombre, pero sobre todo, ningún cristiano, puede decir que “no tiene dones”, puesto que todos hemos recibido la cantidad de dones necesarios para ganar el cielo, representados en las cien monedas de plata. Multiplicar esos dones o esconderlos, depende de nuestra libertad, con lo que nuestro destino eterno depende, también, de nuestra entera libertad.

viernes, 13 de noviembre de 2015

"Verán venir al Hijo de hombre sobre una nube, lleno de poder y de gloria"


(Domingo XXXIII – TO - Ciclo B – 2015)

         “En aquellos días, el sol se oscurecerá, los astros se conmoverán (…) Verán venir al Hijo de hombre sobre una nube, lleno de poder y de gloria. Y Él enviará a sus ángeles para que congreguen a los elegidos desde los cuatro puntos cardinales” (Mc 13, 24-32). Jesús anuncia el Día del Juicio Final, Día en el que Él, como Justo y Eterno Juez, juzgará a la Humanidad dando a cada lo que ha merecido con sus obras: a los buenos, el cielo, a los malos, el infierno. Según el Catecismo de la Iglesia Católica el Juicio Final “consistirá en la sentencia de vida bienaventurada o de condena eterna que el Señor Jesús, retornando como Juez de vivos y muertos, emitirá respecto “de los justos y de los pecadores” (Hech 24, 15), reunidos todos juntos delante de sí. Tras el Juicio Final, el cuerpo resucitado participará de la retribución que el alma ha recibido en el juicio particular”[1].
         Pero antes del Día del Juicio Final, tiene que venir Él en su Segunda Venida y antes de esto, tienen que darse otros eventos escatológicos, como una guerra generalizada entre todas las naciones de la tierra –una especie de Tercera Guerra Mundial-, pestes, hambrunas, desorden, caos social universal, anarquía, desaparición del dinero y colapso económico mundial, entre otras cosas, todo lo cual preparará el terreno para la asunción del Anticristo como gobernante mundial. Cuando surja el Anticristo, detendrá la guerra generalizada y los conflictos, dando una falsa paz y así se erigirá como Autoridad Mundial, como “Señor del mundo”. Ayudará a la tarea del reconocimiento mundial del Anticristo el Falso Profeta, un hombre que aparentará ser religioso e incluso santo, pero siguiendo las órdenes de Satanás, actuará en contra de la Iglesia buscando su completa destrucción: “Y vi otra bestia que subía de la tierra; tenía dos cuernos semejantes a los de un cordero y hablaba como un dragón” (Ap 13, 11). El Falso Profeta será un hombre muy astuto, que trabajará para que el Anticristo sea entronizado como Señor del mundo. Recién luego del reinado del Anticristo, que durará tres años, Nuestro Señor vendrá por Segunda Vez e instaurará un reinado de paz por mil años[2], al encadenar en el infierno a Satanás, al Anticristo y al Falso profeta. Es decir, antes de que Nuestro Señor Jesucristo llegue “sobre una nube, lleno de poder y de gloria” para juzgar a las naciones, el Anticristo -que actuará bajo las órdenes directas de Satanás y estará poseído por éste-, tiene que asumir el control de las naciones, ayudado por el Falso Profeta. El Anticristo será aclamado por la casi totalidad de los hombres porque –dice el Catecismo- “dará una solución aparente” a los problemas de la humanidad, pero al precio de la “apostasía de la verdad”. El Anticristo aparentará, en un primer momento, ser un gobernante comprensivo, amable, e incluso misericordioso, pero al cabo de tres años de reinado, mostrará su verdadero rostro de gobernante totalitario y dictatorial dando inicio a la última persecución sangrienta contra la Iglesia. Además de la tribulación que significa la persecución física, también en ese tiempo, según enseña el Catecismo, la Iglesia será sometida a una prueba, la prueba más grande desde su creación, y es de orden espiritual, porque la Iglesia será probada en la fe: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”[3]. Muy probablemente esta “prueba en la fe” de la que nos habla el Catecismo, sea la supresión del Santo Sacrificio del altar, la Eucaristía, pues el Anticristo, para instalarse como Señor del mundo, necesita quitar de en medio al Rey de reyes, Jesús, que está en la Eucaristía.
         “En aquellos días, el sol se oscurecerá, los astros se conmoverán (…) Verán venir al Hijo de hombre sobre una nube, lleno de poder y de gloria. Y Él enviará a sus ángeles para que congreguen a los elegidos desde los cuatro puntos cardinales”. Gobierno del Anticristo, prueba de fe, supresión de la Santa Misa y persecución a la Iglesia, oscuridad espiritual por todo el mundo, cataclismos cósmicos: ése es el panorama mundial y de la Iglesia para los tiempos inmediatamente anteriores a la Segunda Venida de Nuestro Señor.
El mismo Jesucristo glorioso, que vendrá sobre las nubes del cielo lleno de poder y gloria para juzgar a las naciones, se encuentra, oculto bajo el velo sacramental, en la Eucaristía. Adorémoslo en su Presencia Eucarística, amémoslo, por encima de toda tribulación; permanezcamos frente al sagrario, vivamos en gracia y rechacemos el mal, y así estaremos preparados para el encuentro definitivo con Él, cara a cara, ya sea el día de nuestra propia muerte seguida del Juicio Particular, ya sea el Día de su Segunda Venida, si nos toca estar vivos para presenciarlo.




[1] Cfr. Compendio, n. 214.
[2] Se trata del “Milenio espiritual”, sostenido por muchos santos, teólogos y doctores de la Iglesia, además de ser defendido por el Papa Juan Pablo II (cfr. Audiencia general del 14 de febrero de 2001 y la del 15 de noviembre de 1980); también el entonces Cardenal Ratzinger lo sostiene (cfr. entrevista al periodista Vittorio Messori, de la revista “Gesú”, noviembre de 1984). Hay que diferenciarlo de los milenarismos prohibidos, que son los milenarismos carnal –llamado Quilianismo-, milenarismo mitigado y los milenarismos seculares, propiciados respectivamente por el socialismo y el comunismo, el milenarismo gnóstico de la Nueva Era y el milenarismo del Nuevo Orden Mundial; cfr. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, arts. 676-677.
[3] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 675.