viernes, 25 de septiembre de 2015

“Si tu mano, tu pie, tu ojo (…) te apartan de la Ley de Dios, córtatelos, porque más vale entrar sin ellos al Reino de los cielos, que ir con ellos al infierno”


(Domingo XXVI - TO - Ciclo B – 2015)

         “Si tu mano, tu pie, tu ojo (…) te apartan de la Ley de Dios, córtatelos, porque más vale entrar sin ellos al Reino de los cielos, que ir con ellos al infierno” (cfr. Mc 9, 38-43. 45. 47-49). Jesús utiliza imágenes muy gráficas y crudas –cortarse una mano, cortarse un pie, arrancarse el ojo- para que tomemos conciencia de la importancia de lo que está en juego, la vida eterna en el Reino de los cielos y la gravedad que significa perderlo, porque quien pierde el cielo no solo pierde el cielo, sino que gana el infierno, revelado por el mismo Jesús en su existencia, puesto que pronuncia explícitamente la palabra “infierno” y descripto por Él como “el fuego inextinguible (...) donde el gusano no muere y el fuego no se apaga”.
         Cuando Jesús dice: “Si tu mano, tu pie, tu ojo (…) te apartan de la Ley de Dios, córtatelos, porque más vale entrar sin ellos al Reino de los cielos, que ir con ellos al infierno”, lo que hace, por un lado, es revelar los dos destinos eternos que esperan al alma luego de esta vida: el cielo o el Infierno (en comparación con lo que es la realidad del infierno, las imágenes que utiliza Jesús no permiten ni siquiera darnos una idea), porque el Purgatorio es la antesala del cielo, la purificación en el Amor de quienes no murieron con el suficiente amor a Dios en el corazón como para entrar inmediatamente en la contemplación de la Divina Esencia trinitaria.
Con el ejemplo gráfico de auto-amputarse uno la mano o el pie, o de auto-arrancarse el ojo, Jesús no nos anima a hacer esto física y realmente, como es obvio; sin embargo, con la crudeza de esta afirmación, nos quiere despertar espiritualmente para que veamos la realidad del pecado y de la gracia y las consecuencias que se siguen de consentir el pecado y rechazar la gracia, que es la pérdida de la vida eterna: obrar cosas malas, dirigir los pasos hacia malos lugares, mirar con mala intención; todo esto es consentir al pecado y rechazar la gracia. Todo eso impide al hombre el acceso al Reino de los cielos y la eterna bienaventuranza y puesto que el Reino es algo tan maravilloso y dura por toda la eternidad, no vale la pena perdérselo por unos pocos e infames placeres mundanos, que son un parpadear de ojos en comparación con la eternidad.
         Por otro lado, Jesús revela, de modo indirecto, la importancia de cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios, porque es a través de los Mandamientos que el hombre obrará de tal manera, que ganará el Reino de los cielos. Por el contrario, si no tiene en la mente y en el corazón los Mandamientos de la Ley de Dios, conservará sus extremidades y su vista en esta tierra –“conservará su vida”-, pero obrará el mal y se apartará de Dios para siempre en el infierno –“perderá su alma” para siempre-. Así vemos que Dios no da los Mandamientos para hacer más difícil la vida del hombre, sino que los da para que sea feliz en esta vida y en la otra.
“Si tu mano, tu pie, tu ojo (…) te apartan de la Ley de Dios, córtatelos, porque más vale entrar sin ellos al Reino de los cielos, que ir con ellos al infierno”. Es obvio que Jesús no nos pide que hagamos esto de modo literal, sino figurado, porque no tenemos necesidad de hacerlo, gracias a su sacrificio en cruz. Ante la advertencia de Jesús de “cortarnos” una mano, un pie, o “arrancarnos” un ojo, para poder entrar en el Reino de los cielos, nos preguntamos: ¿tenemos que cortarnos una mano, para entrar en el Reino de los cielos? No, porque Jesús se dejó clavar sus manos con gruesos clavos de hierro, para que tuviéramos las manos libres para elevarlas en adoración a Dios y para extenderlas en ayuda a los hermanos más necesitados. ¿Tenemos que cortarnos un pie, para entrar en el Reino de los cielos? No, porque Jesús se dejó clavar sus pies por un grueso clavo de hierro, para que nosotros pudiéramos libremente dirigir nuestros pasos no en dirección al pecado, sino en dirección al Nuevo Calvario, la Santa Misa, en donde se renueva sacramental e incruentamente el Santo Sacrificio de la cruz, y para que pudiéramos dirigir nuestros pasos hacia donde se encuentran nuestros hermanos, que necesitan de nuestra misericordia. ¿Tenemos que arrancarnos un ojo para entrar en el Reino de los cielos? No, porque Jesús dejó que sus ojos quedaran cubiertos por la Sangre preciosísima que brotaba de su Cabeza coronada de espinas, para que nosotros viéramos el mundo y las creaturas así como Él las ve desde la cruz, para que las amemos como Él las ama desde la cruz.
“Si tu mano, tu pie, tu ojo (…) te apartan de la Ley de Dios, córtatelos, porque más vale entrar sin ellos al Reino de los cielos, que ir con ellos al infierno”. No necesitamos arrancarnos un ojo, ni cortarnos una mano, ni cortarnos un pie, para apartarnos del pecado y entrar en el Reino de los cielos: lo que necesitamos es querer ser crucificados junto a Jesús, para morir al hombre viejo, para nacer de lo alto, como hijos adoptivos de Dios; necesitamos querer unirnos, de todo corazón y por la gracia, a Jesús en la cruz, para comenzar a vivir, ya en anticipo, la alegría y el gozo del Reino de los cielos.

“Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”


“Y ustedes, ¿quién dicen que soy?” (Lc 9, 18-22). La misma pregunta que le hace Jesús a los discípulos en el Evangelio, nos la repite a nosotros hoy: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?” ¿Quién es Jesús para mí? La respuesta la da Pedro, y es la respuesta que todos debemos dar, basados en la fe de Pedro, primer Papa: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”. Ahora bien, ese Mesías, el Hijo de Dios, Dios Hijo encarnado, “tendrá que sufrir mucho, ser traicionado, condenado a muerte, crucificado” y tiene que “morir, para resucitar al tercer día”. Es decir, el Mesías, el Hijo de Dios, debe pasar por la cruz.

Sabiendo esto, repetimos la pregunta: ¿quién es Jesús para mí? La respuesta, en la teoría, ya la sabemos, porque nos la dice Pedro. Pero, en la realidad, ¿es para mí Jesús, el Hijo de Dios? Sé la respuesta teórica, que es Dios Hijo encarnado, pero, ¿realmente lo considero como si fuera Dios? Si Jesús, para mí, es realmente Dios, entonces toda mi vida, con sus hechos cotidianos, incluidos los más insignificantes, deberían estar impregnados de sus Mandamientos, de sus enseñanzas, de su vida. ¿Es Jesús Dios para mí? ¿Vivo sus Mandamientos? ¿Perdono a mis enemigos, como Él me lo manda? ¿Amo a mis enemigos, como Él me lo manda? ¿Llevo la cruz todos los días, en pos de Él, negándome a mí mismo? ¿Busco ser “manso y humilde de corazón” como es Él y como Él nos pidió que fuéramos? ¿Creo verdaderamente que es el Hombre-Dios? ¿Creo que murió para salvarme de la muerte, del pecado y del infierno? ¿Creo que Él en la cruz es el único camino al Padre? ¿Creo que resucitó verdaderamente y que verdaderamente está Presente en la Iglesia, que es mi Iglesia, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía? ¿Prefiero en verdad “morir antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado, que me aleja de su Amor, como lo digo en la Confesión sacramental? ¿Creo que está Jesús, verdaderamente, en Persona, en la Eucaristía? ¿Quién es Jesús para mí?

martes, 22 de septiembre de 2015

“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”


“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8, 19-21). Le anuncian a Jesús que “su madre y sus hermanos” lo buscan. Pero Jesús, en vez de pedir a la multitud que hagan paso para dejarlos llegar hasta donde está Él, en una actitud que pareciera desmerecer a su madre y a sus primos, dice que “su madre y sus hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”. Es decir, pareciera que Jesús negara a su Madre, la Virgen, y también a sus primos –llamados “hermanos” en la Escritura-, porque actúa como si estuviera dejando de lado a su familia biológica.
Sin embargo, Jesús no desconoce a su Madre, la Virgen, ni a sus hermanos (primos): lo que hace es, por un lado, revelar que existe una “Nueva Familia” humana, la familia de los hijos de Dios; por otro lado, revela cuál es el fundamento que constituye a esta nueva familia humana, establecida por Él: el cumplimiento de la voluntad de Dios, manifestada en su Palabra.
La nueva familia humana, superior a la familia biológica, es la Iglesia, constituida por los hijos adoptivos de Dios, nacidos a la vida nueva de la gracia, al pie de la cruz, cuando Jesús nos dio en adopción a María Santísima: es la familia que tiene a la Virgen por Madre, a Dios Padre por Padre y a Jesús como hermano. Los bautizados en la Iglesia forman esta nueva familia humana; constituyen una nueva forma de ser familia y es una familia que está unida por lazos más fuertes que los lazos biológicos, los lazos de sangre, porque lo que une a esta nueva familia humana, la Iglesia, es el Amor del Espíritu Santo.
La otra revelación de Jesús es respecto de aquello que caracteriza a la Iglesia por Él fundada: el cumplimiento de la voluntad de Dios, expresada en los Diez Mandamientos: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”. La Palabra de Dios manifiesta a los hombres cuál es la voluntad divina y quien escucha la Palabra y la practica, es aquel que es hijo de Dios.
Ahora bien, puesto que los Mandamientos se cumplen por amor a Dios, que los promulga por nuestro bien a través de su Palabra,  aquello que une a los integrantes de la nueva familia de los hijos de Dios, los bautizados en la Iglesia, es el Amor. El que escucha la Palabra de Dios y la practica, es el que ama a Dios, su Padre.

Y debido a que la Virgen es la que cumple los Mandamientos con la mayor perfección -porque es la que más ama a Dios por estar inhabitada por el Espíritu Santo-, entonces Jesús no solo no la desconoce, sino que la pone como ejemplo insuperable y modelo a seguir para todo aquel que, movido por el Amor de Dios, desee cumplir su voluntad, manifestada en su Palabra.

sábado, 19 de septiembre de 2015

“El Señor les hablaba de su Pasión, pero los discípulos no comprendían esto (...) habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”



(Domingo XXV - TO - Ciclo B – 2015)

“El Señor les hablaba de su Pasión, pero los discípulos no comprendían esto (...) habían estado discutiendo sobre quién era el más  grande” (Mc 9, 30-37). Mientras Jesús revela a sus discípulos su misterio de Pasión, Muerte y Resurrección, ellos incluidos los Apóstoles, no solo “no comprenden” la trascendencia de la revelación de Jesús, sino que, en el camino, “discuten” acerca de “quién sería el más grande entre ellos”. Es decir, Jesús les está revelando el más grande misterio de todos los grandes misterios de Dios, el misterio de la Redención de la humanidad por medio de la muerte en cruz del Hombre-Dios, y los discípulos, que deben transmitir a los demás esta  Buena Noticia, “no comprenden” lo que Jesús les dice y, como si fuera poco, se ponen a discutir entre sí por una banalidad, por “quién sería el más grande” de entre todos ellos. Jesús les está revelando que el mundo, tal como ellos lo entienden, con sus estrechos razonamientos humanos, está por terminar, porque está a punto de comenzar una Nueva Era para la humanidad, la Era de la gracia del Hijo de Dios, pero los discípulos no comprenden el mensaje de Jesús y siguen enfrascados en su visión mezquina y egoísta, que busca desplazar del medio al hermano, para sobresalir y recibir el aplauso de los hombres.
La razón de la incomprensión primero y la discusión después, se debe al hecho de que el diálogo se desarrolla en dos niveles distintos: por un lado, Jesús les está hablando de su misterio pascual, misterio por el cual Él habría de redimir a la humanidad, salvándola de sus enemigos mortales, el demonio, la muerte y el pecado, donándole su gracia santificante para convertir a los hombres en hijos adoptivos de Dios, para luego, al final de la vida terrena, conducirlos a la Casa del Padre. Jesús les está revelando el plan divino de salvación, un plan que viene de lo alto y por el cual los hombres serían llevados a lo alto, a la vida eterna. Jesús les revela que este plan de salvación pasa por la cruz, y por eso les anticipa todo lo que Él habría de sufrir, por ellos y por todos los hombres, para que los hombres sean salvos. Sin embargo, los discípulos “no comprenden” lo que Jesús les dice y no comprenden, porque sus mentes y sus corazones no están todavía abiertos a la luz de Dios; es decir, sus mentes y corazones siguen aferrados a esta vida, siguen pensando con categorías humanas, siguen teniendo todavía perspectivas terrenas, siguen amando más esta vida que la otra, los bienes terrenos a los bienes eternos, la vida de pecado a la vida de la gracia, el aplauso de los hombres y el éxito mundano recibidos en este mundo, a la gloria de Dios en la otra vida. La incomprensión de las palabras de Jesús se demuestra con la discusión que se entabla entre ellos, acerca de quién de ellos sería el más grande. No les interesa ser grandes a los ojos de Dios, sino a los ojos de los hombres; les interesa una grandeza humana, mundana y terrenal; no les importa la grandeza celestial y eterna que Jesús, Dios Encarnado, les ofrece por medio de la cruz. Jesús les ofrece ser grandes, pero a los ojos de Dios y no de los hombres, una grandeza que los mundanos desprecian, porque es la grandeza de la cruz, pero los discípulos no solo no entienden lo que Jesús les ofrece, sino que discuten entre ellos por la gloria del mundo, que es efímera y no es agradable a los ojos de Dios.
“El Señor les hablaba de su Pasión, pero los discípulos no comprendían esto (...) habían estado discutiendo sobre quién era el más  grande”. No son solo los discípulos los que no entienden el mensaje de Jesús, que nos habla del paso a la vida eterna por medio de la cruz. Lo grave es que esta misma incomprensión del mensaje de Jesucristo, la poseen muchos cristianos dentro de la Iglesia: muchos cristianos piensan que la Iglesia de Jesucristo es una especie de empresa en donde quien se muestre más ante los hombres, es el que más vale, el que más importa; muchos cristianos piensan que cuanto más poder tienen y cuantos más cargos ocupan, tanto más importancia tienen, pero eso es continuar y prolongar la incomprensión total que muestran los discípulos. A los ojos de Dios, dirá Jesús a los Apóstoles, la grandeza de un alma se mide con otros parámetros, con la Sabiduría y el Amor divinos y no con la estrecha capacidad de pensar de la razón humana, y mucho menos con el modo de amar del hombre, un modo de amar que es centrado en sí mismo y en su egoísmo. Para que sus discípulos sepan cuál es la grandeza que Él, en cuanto Dios, aprecia, Jesús les dice que “el que quiera ser el primero, debe hacerse el último y el servidor de todos”. Así, Jesús les está anticipando la cruz y su grandeza, porque es en la cruz en donde el Hombre-Dios será despreciado y considerado el más insignificante entre los hombres, el último entre todos los hombres, pero será el más grande ante su Padre Dios, porque por su humillación y muerte en cruz, otorgará la salvación a los hombres, al dar cumplimiento al plan de redención divino.
“El que quiera ser el primero, debe hacerse el último y el servidor de todos”. Estamos invitados a la Viña del Señor, pero para trabajar en ella “como los últimos y como los servidores”, no como los primeros y los patrones, porque estamos llamados a imitar a Jesús en la cruz, que es, en la cruz, el último y el servidor de todos. Quien está en la Iglesia pretendiendo ser el primero, para ser alabado por los hombres, contraría al plan divino, porque deja de imitar a Jesús, que obró la salvación por la humillación de la cruz. Por lo tanto, no pretendamos hacernos los dueños de la Iglesia, sino susservidores, porque si nos creemos dueños de la Iglesia, no imitamos a Jesucristo, que siendo Dios, se hizo nuestro sirviente: “Estoy a la mesa como el que sirve” (Lc 22, 27), dice Jesús, no como el dueño, aunque Él es el dueño de la mesa, es decir, de la Iglesia. Sólo el que sirve a los hermanos como sirviente, como esclavo de los demás, y no como dueño, ése es el que imita verdaderamente a Jesucristo.
“El que quiera ser el primero, debe hacerse el último y el servidor de todos”. Estamos llamados a trabajar en la Iglesia para salvar las almas y para agradar a Dios  nuestro Señor, no para buscar el aplauso de los hombres; estamos en la Iglesia para participar de la cruz de nuestro Señor, para participar de su humillación, de sus dolores, de sus penas, de sus amarguras, de su coronación de espinas; estamos en esta vida para salvar el alma y ganar el cielo, no para pasarla bien y sin problemas; estamos en la vida de paso, para ganar la vida eterna, no para quedarnos para siempre en el tiempo. Cuando Jesús les dice a sus Apóstoles que Él deberá sufrir mucho, ser traicionado, flagelado y crucificado, para luego resucitar, los Apóstoles “no comprenden” lo que Jesús les está diciendo y comienzan a discutir entre sí acerca de quién sería el más grande, demuestran que no saben para qué están en esta vida y que no quieren participar de la cruz de Jesús.

Quien en verdad ame a Jesús, no buscará ser aplaudido por los hombres, sino participar de su cruz, de sus dolores de su humillación, para servir a sus hermanos en la caridad y así demostrar su amor a Dios. 

jueves, 17 de septiembre de 2015

“Sus numerosos pecados le han sido perdonados y por eso demuestra más amor”


“Sus numerosos pecados le han sido perdonados y por eso demuestra más amor” (Lc 7, 36-50). Jesús es invitado a comer a casa de un fariseo. Mientras están sentados a la mesa, una mujer pecadora –muchos sostienen que es María Magdalena- ingresa con un frasco de perfume costoso y vierte el perfume en la cabeza de Jesús; luego, postrada ante Él, besa sus pies, derrama abundantes lágrimas de arrepentimiento, de amor y de agradecimiento, lava los pies de Jesús con sus lágrimas y los seca con sus cabellos. Ante esta escena, el fariseo que ha invitado a Jesús piensa –no dice nada, sino que sólo “piensa” en su interior- que, si Jesús fuera verdaderamente “un profeta”, sabría qué es la mujer que toca sus pies: una pecadora. Jesús, que en cuanto Dios, lee los pensamientos, para responder al interrogante del fariseo, le plantea a Pedro el caso de un prestamista que, teniendo dos deudores, les perdona a ambos la deuda y le pregunta cuál de los dos lo amará más. Pedro responde que “amará más aquél a quien le ha sido perdonada una deuda más grande”. Valiéndose de la respuesta acertada de Pedro, Jesús responde al fariseo -haciéndole ver con su respuesta que Él no es un mero profeta, sino Dios Encarnado, porque sólo Dios puede leer los pensamientos- por intermedio de Pedro: le hace notar a Pedro que él no lo besó, mientras que la mujer besó sus pies; que él no derramó perfume sobre su cabeza, mientras que la mujer sí lo hizo. Lo que hizo la mujer, concluye Jesús, es haber demostrado su amor y puesto que lo ha demostrado así, ha demostrado tener más amor a Jesús que Pedro, aventajando a Pedro en el amor, aun cuando Pedro era el discípulo elegido para ser Papa, además de tener el privilegio de haber sido llamado por Jesús para estar con Él todos los días. Y ha demostrado más amor porque “sus numerosos pecados” le han sido perdonados, que es lo que hace Jesús a continuación, al decirle: “Tus pecados te son perdonados” (con el perdón de los pecados a la mujer, Jesús responde indirectamente al fariseo que había desconfiado de Él, porque así demuestra aún más su condición divina, desde el momento en que sólo Dios puede perdonar los pecados de los hombres).
Ahora bien, en esta escena, sucedida realmente, hay también una representación simbólica de elementos sobrenaturales, incluido el sacramento de la confesión: en la mujer pecadora está representada la humanidad pecadora; el frasco de perfume que porta, es la gracia de la contrición del corazón, que ha recibido en anticipo, antes de recibir el perdón personal y esto representa a toda alma que, habiendo recibido esa gracia, se arrepiente profundamente y acude al sacramento de la confesión; las lágrimas de la mujer expresan exteriormente su arrepentimiento interno, arrepentimiento producido por la gracia santificante; sus besos a los pies de Jesús, expresan su amor por Dios Encarnado y Salvador de los hombres; el perfume con el que unge la cabeza y los pies de Jesús, representa, además de la gracia santificante, la muerte de Jesús y su unción con perfumes en el sepulcro; Jesús que perdona a la mujer arrepentida, es el sacerdote ministerial que, en nombre de Jesús y con su gracia, perdona los pecados del penitente.

Que la Virgen, Medianera de todas las gracias, interceda por nosotros para que, con el corazón estrujado por el dolor de los pecados y lleno de amor hacia Jesús, confesemos nuestros pecados, con tanto dolor y con tanto amor, que seamos capaces de morir antes que volver a pecar, antes que volver a ofender y herir a Jesús, nuestro Dios, nuestro Rey y Señor.

martes, 15 de septiembre de 2015

¿Por qué los cristianos adoramos la Santa Cruz?



¿Por qué los cristianos adoramos la Santa Cruz? La cruz es sinónimo de muerte, de dolor, de humillación; para los romanos, era el instrumento por el cual se castigaba a los más peligrosos delincuentes; para los judíos, era la advertencia por parte del opresor, que debían obedecer sus órdenes, porque de lo contrario, sufrirían la misma suerte. ¿Por qué entonces los cristianos adoramos la cruz? 
Ante todo, los cristianos no adoramos al leño de la cruz en sí mismo, sino a Cristo en su signo; en la cruz adoramos al Rey de cielos y tierra, que se ha hecho cruz con sus brazos extendidos; adoramos en la cruz a Cristo, el Hombre-Dios, que está clavado, con tres gruesos clavos de hierro, al leño de la cruz, haciéndose así, de esta manera, Él mismo cruz en la cruz; adoramos en la Cruz al Sumo y Eterno Pontífice, Jesucristo, que extiende sus manos y se convierte Él mismo en cruz, el estandarte victorioso y ensangrentado del Cordero “como degollado” (cfr. Ap 5, 6), el mismo estandarte que aparecerá en los cielos, luminoso y glorioso, al fin de los tiempos, en el Último Día . 
Porque Cristo se ha hecho cruz en la cruz, los cristianos adoramos el signo de la cruz, porque en ella el Hombre-Dios transformó el signo de muerte e ignominia en signo y misterio de vida y de gloria divinos. Así lo dice una antífona de la Fiesta de la Exaltación de la Cruz: “Adoramos el signo de la Cruz, por medio del cual hemos recibido el misterio de salvación. Es decir, lo que los hombres convirtieron en signo de muerte, la cruz, Dios Encarnado, Jesús de Nazareth, lo convierte, con la omnipotencia de su Amor misericordioso, en signo de vida divina, de perdón y de misericordia de Dios, de Amor Divino derramado sin límites sobre los hombres y es a este signo al que adoramos. Los hombres dieron a Dios Padre a su Hijo crucificado, como signo de su pecado deicida; Dios Padre devuelve a los hombres ese mismo signo, pero convertido, de signo de muerte y deicidio, en signo de salvación, de vida y de resurrección, de nacimiento a la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios y así, como signo victorioso del Hombre-Dios, que desde la cruz triunfa sobre los tres grandes enemigos del hombre, el demonio, la muerte y el pecado, es como los cristianos adoramos a la Cruz.
Por lo tanto, cuando los cristianos adoramos la cruz, no adoramos al leño en sí mismo, sino al misterio que el leño de la cruz significa y oculta al mismo tiempo: la cruz significa el misterio de Dios, al manifestarlo visiblemente, pero al mismo tiempo lo esconde, porque sólo la luz de la fe es capaz de ver este misterio divino .
Entonces, por esto es que los cristianos adoramos la cruz: porque en la cruz adoramos al Rey de cielos y tierra, el Dios Tres veces Santo, Cristo Jesús, que con sus brazos extendidos en la cruz, se hace cruz y reina, glorioso y triunfante, en las almas de los elegidos.

viernes, 11 de septiembre de 2015

“Apártate de Mí, Satanás”



(Domingo XXIV - TO - Ciclo B – 2015)

         “Apártate de Mí, Satanás” (Mc 8, 27-35). Sorprende este calificativo de Jesús a Pedro, el Primer Papa; mucho más, cuanto que ya había sido nombrado Papa, Pedro acababa de profesar la fe en su condición divina y Jesús lo había alabado por su fe (aunque no aparece el elogio de Jesús en este Evangelio, sí en sus paralelos, por ejemplo, Mt 16, 17: "Bienaventurado eres, Pedro, porque esto no te lo reveló ni la carne ni la Sangre, sino mi Padre que está en los cielos"). Es decir, en un primer momento, Jesús alaba la fe de Pedro; instantes después, le dice, al mismo Pedro, nada menos que “Satanás”. ¿Cuál es la razón de este cambio en Jesús? ¿Por qué primero lo alaba, y luego le dice “Satanás”? La razón está en el mismo Pedro y la podemos encontrar en la  mitad del diálogo que se entabla entre Jesús y Pedro, entre la alabanza de Jesús y su posterior denostación de Pedro. En efecto, cuando Pedro manifiesta su fe en la condición divina de Jesús: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”, Jesús alaba su fe porque, como lo dice el mismo Jesús, esta convicción de fe de Pedro, no viene de él, de su mente y de su razonamiento humano, sino de Dios Padre, que lo ha iluminado con su Espíritu. Reconocer a Jesús como el Hombre-Dios, no depende de nuestros razonamientos y elucubraciones, sino de la iluminación que viene de lo alto, del Espíritu Santo, porque es una verdad inaccesible a nuestro espíritu, sino es revelada de lo alto. Sin embargo, cuando Jesús le revela a Pedro que Él, el Hombre-Dios, Dios Hijo encarnado, el Dios omnipotente, capaz de resucitar muertos, expulsar demonios, multiplicar panes y peces, convertir el agua en vino, tiene que sufrir la Pasión, es entonces cuando Pedro rechaza la luz del Espíritu Santo y se deja llevar por sus propios pensamientos, sus pensamientos humanos; es ahí en donde aprovecha Satanás, para infiltrarse en la oscuridad de sus pensamientos humanos, para que Pedro se oponga con firmeza al plan divino de Redención, manifestado en el hecho de que el Hijo de Dios “debía sufrir mucho en manos de los hombres, ser traicionado, condenado a muerte, flagelado, coronado de espinas y crucificado, para luego resucitar”. El misterio de la redención del hombre pasa por la Pasión, Muerte y Resurrección del Hombre-Dios; Dios nos redime en Cristo Jesús, pero lo hace a través de la cruz; es por la cruz de Jesús, que el hombre accede a la Divina y Eterna Luz. Pedro rechaza la cruz, rechaza el sufrimiento, rechaza la humillación, rechaza el dolor de verse traicionado por sus amigos, rechaza el plan divino de salvación, porque su débil mente humana no puede entrever el misterio pascual de redención que Dios obra por la Muerte y Resurrección del Cordero de Dios. Y como Satanás tampoco quiere la redención ni la cruz, porque no quiere la salvación, sino la eterna condenación del hombre, al ver a Pedro que éste rechaza la fe, con lo cual su mente se oscurece, aprovecha la ocasión para fortalecerlo en su rechazo de la fe, agregando las tinieblas del infierno a sus propias tinieblas humanas. Ésta es la razón por la cual Jesús le dice a Pedro, luego de alabar su fe: “Apártate de mí, Satanás, tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. En realidad, Jesús se dirige doblemente, a Pedro y a Satanás, y a los dos les dice que se aparten, porque el rechazo de la cruz es un pensamiento oscuro humano, que rechaza la luz eterna de Dios que viene de la cruz, y este rechazo es aprovechado por el Príncipe de las tinieblas, para agregar más oscuridad a la oscuridad de Pedro.
         Luego de recriminar duramente a Pedro por su falta de fe, Jesús se dirige a los demás y les dice que “el que quiera ir tras de Él” –Jesús no obliga a nadie: lo dice muy claramente: “el que quiera venir tras de Mí”-, deberá “tomar la cruz y seguirlo”. No hay otro camino posible de salvación, que la cruz de Jesús; quien quiera salvarse, o toma la cruz y va tras de Jesús, por el Camino del Calvario, siguiendo sus huellas ensangrentadas, o no se salva. Cuando contemplamos un crucifijo en la Iglesia, no contemplamos un adorno, un elemento decorativo: nos recuerda cuál es el único camino para llegar al cielo: participar de la cruz de Jesús, se crucificados con Él, morir con Él al hombre viejo, para nacer a la vida nueva de los hijos de Dios. Con esta última revelación, Jesús termina por reprender definitivamente la pretensión de Pedro de salvar el alma sin la cruz.

“Apártate de Mí, Satanás”. También a nosotros nos dice lo mismo Jesús, cada vez que rechazamos su cruz, cada vez que nos negamos a cargar la cruz de todos los días, para seguirlo por el camino del Calvario, cada vez que reducimos su misterio pascual a razonamientos humanos, cada vez que reducimos el cristianismo a sofismas psicológicos, a meros sentimientos sin raíz en el ser, que no conducen a la conversión del corazón. Jesús nos dirige el mismo reproche que le dirigió a Pedro, cada vez que rebajamos el cristianismo a los estrechos límites de nuestra razón, cada vez que racionalizamos el misterio, sin dar lugar a la luz de la fe, que actúa sobre la razón, iluminándola acerca del misterio pascual de Muerte y Resurrección de Jesucristo. Para no recibir ese reproche de parte de Jesús, si queremos ir en pos de Él, neguémonos a nosotros mismos –a nuestras pasiones, a nuestros enojos, a nuestras perezas e indolencias-, carguemos nuestra cruz de todos los días, y vayamos en pos de Cristo, siguiéndolo por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis.

jueves, 10 de septiembre de 2015

“Amen a sus enemigos”



“Amen a sus enemigos” (Lc 6, 27-36). Para entender el alcance del mandato de Jesús de “amar a los enemigos”, hay que considerar que este se encuentra comprendido en el Mandamiento Nuevo de la caridad, dado por Él: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”. Es decir, Jesús nos da un Nuevo Mandamiento, que se agrega a los Diez Mandamientos de la Ley de Moisés, y este nuevo mandamiento consiste en “amarnos los unos  a los otros”, no con el simple amor humano, sino con el Amor de Dios, el Espíritu Santo y hasta la muerte de cruz, porque así es como Jesús nos amó: con el Amor del Espíritu Santo y hasta la muerte de cruz. Fue con este Amor con el que Jesús nos perdonó desde la cruz, cuando nosotros le quitábamos la vida con nuestros pecados; fue con este Amor con el que Jesús nos perdonó desde la cruz, siendo nosotros sus enemigos, y no cualquier clase de enemigos, sino enemigos mortales suyos, porque le quitábamos la vida. Y aun así, Jesús no pidió a su Padre venganza y castigo para nosotros, sino que, movido por el Amor de su Sagrado Corazón, pidió misericordia, clemencia y perdón para nosotros: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Esto es lo que explica el hecho –incomprensible a los ojos humanos- comprobado en la muerte de los mártires, que ofrecían sus vidas por la eterna salvación de sus verdugos, de aquellos que les quitaban la vida: lo que hacían los mártires, era participar de la cruz de Jesús, imitarlo a Él en su misericordia y prolongar su Pasión redentora, como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, que así continuaba, por medio de los mártires, la salvación de las almas, incluidas las de los enemigos de Cristo, los enemigos de la Iglesia. Éste es el fundamento, por lo tanto, del porqué del mandamiento de Jesús, de “amar a los enemigos”: porque así nos amó Él desde la cruz. Entonces, como cristianos, debemos amar a los enemigos si de veras amamos a Jesús, porque de esa manera lo imitamos en su misericordia para con nosotros y participamos de su cruz.  

“Amen a sus enemigos (…) sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso”. La medida del amor a Jesús, en nuestros corazones, es la medida del amor y misericordia que seamos capaces de brindar a nuestros enemigos: cuanto más amemos a Jesús, más amaremos a nuestros enemigos, en el cumplimiento de su mandato, el mandato de la caridad, del Amor Misericordioso, y más nos asemejaremos a Dios Padre, Fuente de la Divina Misericordia.

“¡Felices ustedes, los pobres! ¡Ay de ustedes, los ricos!”


“¡Felices ustedes, los pobres! ¡Ay de ustedes, los ricos!” (Lc 6, 20-26). Jesús proclama las Bienaventuranzas, llamando “felices” a los pobres, y lamentándose por los ricos: “¡Felices ustedes, los pobres! ¡Ay de ustedes, los ricos!”. Aun cuando pudiera parecer así, a simple vista, no se trata sin embargo de una categorización socio-económica; es decir, Jesús no está dividiendo a la sociedad en “clases altas” y “clases bajas”, tal como se clasifica habitualmente a la sociedad humana, según parámetros económicos, materiales y sociales. Jesús está hablando de una realidad espiritual y sobrenatural, porque los “pobres” de los que habla Jesús son, ante todo, no los que carecen de bienes materiales, sino de los que carecen de bienes espirituales y, al igual que un pobre material, se reconocen faltos de estos y solicitan el auxilio a Dios, rico en gracia y misericordia. Y si Jesús habla de los pobres materiales en primer lugar, es porque el pobre y la pobreza materiales son figura de otro pobre y de otra pobreza, de orden espiritual. En todo caso, al hablar de “pobres”, Jesús se refiere a la pobreza de la cruz, es decir, a aquellos que, participando de su cruz, son pobres material y espiritualmente. En efecto, quien participa de la cruz, quien está crucificado junto con Jesús y en Jesús, es pobre materialmente, como Jesús, que en la cruz no tiene ningún bien material, porque todos los bienes materiales que tiene en la cruz –la corona de espinas, los clavos de hierro, el lienzo con el que se cubre, el cartel que dice “Rey de los judíos” y la cruz misma-, no le pertenecen, sino que se los ha confiado Dios Padre en su Divina Providencia, para que los utilizara como medios para regresar al Reino de los cielos, de donde había venido. También es pobre espiritualmente, porque reconoce su nada ante Dios, espera todo de Él y a Él le encomienda su vida, como Jesús en la cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).

“¡Felices ustedes, los pobres! ¡Ay de ustedes, los ricos!”. Si los pobres son los que están crucificados con Cristo, porque participan de su cruz, entonces los ricos son los que han rechazado la cruz. Y, paradójicamente, estos ricos son los verdaderos pobres, porque al rechazar la cruz lo pierden todo, porque pierden su alma.

viernes, 4 de septiembre de 2015

“Jesús tocó los oídos y la lengua del sordomudo (…) y lo curó al instante”



(Domingo XXIII - TO - Ciclo B – 2015)
          “Jesús tocó los oídos y la lengua del sordomudo (…) y lo curó al instante” (Mc 7, 31-37). Le presentan a Jesús un sordomudo y le piden que le imponga las manos. Jesús “toca sus oídos con sus dedos y con su saliva toca su lengua”; levanta los ojos al cielo y dice: “Éfata”, que significa “Ábrete”. Inmediatamente, el sordomudo comienza a oír y a hablar. Jesús cura al sordomudo y lo puede hacer, puede curar milagrosamente, con su poder divino, por cuanto Él es el Hombre-Dios; es Dios encarnado en una naturaleza humana, y lo que sucede es que su poder divino se comunica a través de su naturaleza humana –así como la corriente eléctrica pasa a través de un conductor- y es así como la enfermedad –en este caso, la sordera y mudez- desaparecen al instante. Con su omnipotencia, Jesús regenera nuevamente todo el tejido dañado y lo vuelve capaz de recibir las señales sensitivas, en el caso del oído, y de emitir sonidos, en el caso de las cuerdas vocales atrofiadas que originaron la mudez. Es sorprendente el milagro en sí mismo, porque los tejidos del sordomudo, afectados tal vez de nacimiento, o tal vez por alguna patología en su niñez, estaban atrofiados y ahora Jesús, con el solo querer de su voluntad, los regenera a nuevo. No es sorprendente, sin embargo, desde el momento en que Jesús tiene el poder necesario para hacerlo, por cuanto es Dios.
         Ahora bien, esta curación física no es el objetivo último de Jesús: cuando Jesús hace milagros de orden físico, como la curación de esta enfermedad corporal, no lo hace para solo curar el cuerpo, porque a Jesús no le interesa tanto curar el cuerpo, sino el alma; cuando Jesús hace un milagro de este tipo, es para despertar la fe en el orden espiritual y es esto lo que efectivamente sucede, tanto en el sordomudo curado, como en quienes observan la escena: proclaman la gloria de Dios que se manifiesta en Jesús. Jesús cura al sordomudo, pero al mismo tiempo, despierta la fe en Él en quienes observan el milagro.
         Esta curación del sordomudo tiene entonces, como objetivo final, el despertar a la fe, es decir, el curar otra sordomudez, en este caso, espiritual, y es la sordera para escuchar la Palabra de Dios y la mudez para proclamar la Palabra de Dios. La curación milagrosa del sordomudo es, por lo tanto, la figura y el preludio de la curación de la sordera y de la mudez espiritual que se verifican en el Bautismo sacramental, en el que la Iglesia adopta el mismo signo de Jesús sobre los oídos y los labios y también su misma oración, pidiendo que los sentidos se abran al Evangelio. En efecto, en el bautismo sacramental, el sacerdote traza la señal de la cruz en los oídos y en los labios, al tiempo que reza una oración en la que pide que estos sentidos se abran a la Buena Noticia de Jesús. El cristiano, por lo tanto, no es “sordomudo” espiritual, porque Jesús ha trazado, por medio del sacerdote ministerial, en su bautismo sacramental, la señal de la cruz, que le ha abierto los oídos y los labios del alma, para escuchar la Palabra de Dios y para proclamarla. Es por eso que el Apóstol exhorta a proclamar la Palabra de Dios “a tiempo y a destiempo” (cfr. 2 Tim 4, 2), y si lo hace, es porque considera que el cristiano tiene aptos los sentidos espirituales para hacerlo.
En el bautismo sacramental, el cristiano ha recibido un milagro infinitamente más grande que el milagro que recibió el sordomudo del Evangelio, porque ha recibido el don de la apertura de sus sentidos espirituales a la Palabra de Dios; sus oídos espirituales están capacitados para escuchar la maravillosa noticia de la Encarnación del Verbo y de su misterio pascual de muerte y resurrección, misterio por el cual habrá de conducir a todos los hombres que lo acepten como su Mesías y Redentor, al Reino de los cielos y están abiertos para “proclamar las maravillas de Dios”, como lo decimos en el Prefacio I de los Domingos[1]. Todavía más, el cristiano ha recibido la apertura de la mente a los misterios del Hombre-Dios Jesucristo, cuando el sacerdote traza el signo de la cruz con el óleo perfumado sobre la cabeza del bautizando, y recibe la apertura de su corazón al Amor de Dios, cuando traza sobre el pecho del que se bautiza, la señal de la cruz del Salvador.
El Prefacio I del Misal Romano dice que los cristianos están llamados a “proclamar las maravillas de Dios”, porque el cristiano ha recibido el don de tener abiertos sus sentidos espirituales que le permiten proclamar las maravillas de Dios, como es que el Verbo de Dios hable a través del sacerdote ministerial y pronuncie las palabras de la consagración, dándoles el poder divino de convertir las materias muertas del pan y del vino en la Carne gloriosa y resucitada del Cordero de Dios; el cristiano ha recibido el don de proclamar la Buena Noticia a los hombres, don que lo capacita para gritar desde las azoteas que el Verbo de Dios ha muerto en cruz, ha resucitado y está en la Eucaristía; el cristiano ha recibido el don de la apertura de su lengua, para no callar ante los atropellos, las indiferencias, los sacrilegios y las blasfemias que el Verbo de Dios recibe, continuamente, día a día, en la Eucaristía, por parte de los hombres mundanos que niegan su Presencia, niegan su condición de ser Rey de los hombres y que así construyen, todos los días, un mundo que se aleja cada vez más de Dios y de sus Mandamientos. El cristiano ha recibido el don de tener sus oídos abiertos y su boca abierta, para que proclamen al mundo que el Verbo de Dios humanado renueva su sacrificio en la cruz, cada vez, de modo incruento, en la Santa Misa, y que entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el cáliz, para perdonar los pecados de los hombres, dar la vida eterna a las almas y conducirlas al Reino de los cielos. El cristiano ha recibido el don de la apertura de sus sentidos espirituales en el bautismo, para proclamar que el mundo debe ser construido sobre la base de los Mandamientos de Dios, y no sobre palabras humanas. El cristiano ha recibido entonces en el bautismo la capacidad de escuchar la voz del Verbo, que habla a través de la Liturgia de la Palabra, en la Santa Misa, y que habla a través del Magisterio de la Iglesia, a través del Catecismo, a través de los documentos de los Papas y los obispos a Él unidos y que habla a través de los Mandamientos de la Ley de Dios. El cristiano tiene abierto el oído, desde el bautismo, para escuchar la voz de Dios, que nos habla de diversas maneras, pero sobre todo en los Mandamientos. El cristiano tiene los oídos del alma abiertos para escuchar claramente los Mandamientos de la Ley de Dios –el primero de todos, el dado por Jesús en la Última Cena: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”-, pero muchos cristianos se convierten en sordos espirituales por libre decisión, porque no quieren escuchar la voz de Dios que les habla a través de los Mandamientos, porque esto significa cambiar radicalmente de vida, y así prefieren continuar, haciendo oídos sordos a la Palabra de Dios, con sus vidas de paganos. Y si no escuchan la Palabra de Dios, mucho menos la proclamarán, por lo que estos cristianos son sordos y mudos espirituales, pero por libre elección.
“Jesús tocó los oídos y la lengua del sordomudo (…) y lo curó al instante”. En el Evangelio, Jesús cura a un sordomudo corporal; por el bautismo sacramental, cura la sordera y la mudez espiritual y capacita a los hijos de Dios para que escuchen y proclamen la Palabra de Dios. Sin embargo, a juzgar por lo que sucede en nuestros días, muchos cristianos se comportan como sordos a la Palabra de Dios, porque fingen no escucharla, y se comportan como mudos, porque fingen no poder proclamar la Palabra de Dios, que se proclama, más que con palabras, con obras de misericordia. Muchos cristianos se vuelven sordos y mudos espirituales, por libre decisión, al taparse los oídos frente a lo que la Palabra de Dios le pide, y lo hacen para no proclamar la Palabra y así se callan frente al mundo ateo, agnóstico, materialista, hedonista y relativista, que ataca a la Iglesia y a Jesucristo. Se vuelven sordos y mudos por temor a los hombres y esa es la razón por la cual el mundo se rige, en nuestros días, por leyes inicuas, como las del aborto, la eutanasia, la fecundación artificial y tantas otras leyes más que atentan contra la vida humana constituyendo pecados que claman al cielo, al violentar ante todo la Justicia Divina y todo esto sucede por los cristianos que se vuelven sordos espirituales por libre decisión, haciendo realidad el dicho que dice: “No hay peor sordo que el que no quiere escuchar”; pero se convierten también en perros mudos que callan voluntariamente ante la presencia del mal para no tener problemas y así permiten que el mal avance sobre los hombres, como un lobo que avanza sobre el rebaño, porque el perro mudo, que debería advertir al pastor con sus ladridos, se calla por miedo al lobo.
Muchos cristianos se tapan los oídos para no escuchar la Palabra de Dios y callan, por respetos humanos, cuando deberían gritar desde las azoteas, que el mundo ha olvidado a Dios y a su Mesías, Cristo Jesús. Sin embargo, los cristianos sordos para escuchar la Palabra de Dios y mudos para proclamarla, deberán escuchar, en silencio y sin poder decir ni una palabra, a esa misma Palabra de Dios encarnada, Jesucristo, pronunciarse sobre ellos, el Día del Juicio Final: “Por haberme negado delante de los hombres, Yo te niego delante de mi Padre” (Mt 10, 33). No seamos sordos a la Palabra de Dios, escuchémosla y pongámosla en práctica, obrando las obras de los hijos de la luz, las obras de misericordia.




[1] Cfr. Misal Romano.

jueves, 3 de septiembre de 2015

“Navega mar adentro y echen las redes”


“Navega mar adentro y echen las redes” (Lc 5, 1-11). Mientras Jesús sube a la barca para enseñar sus parábolas, llegan los pescadores que han estado toda la noche pescando, pero infructuosamente, porque a pesar del esfuerzo, no han sacado nada. Sin embargo, a pesar de esto, Jesús le dice a Pedro que se interne en el mar nuevamente y que eche las redes: “Navega mar adentro y echa las redes”. Pedro obedece y, para admiración suya -y la de todos los presentes-, esta vez, sin el más mínimo esfuerzo, sacan tantos peces, que deben pedir ayuda a la otra barca. Lleno de temor de Dios, Pedro se postra ante Jesús.
La escena de la pesca milagrosa, real, tiene también un significado sobrenatural, pues cada uno de los elementos representa una realidad sobrenatural: la barca en la que está Jesús enseñando, es la Iglesia, y Jesús enseñando, es el Hombre-Dios, el Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, que es el Maestro de los hombres, que enseña, desde su Iglesia, la Iglesia Católica, el camino de la eterna salvación; el mar es el mundo y la historia humana; los peces, son las almas de los hombres; Pedro y los pescadores, representan al Papa y a los obispos, sacerdotes, monjas y laicos que trabajan en la Iglesia para la salvación de las almas; la red es la Palabra de Dios, que se ofrece a los hombres desde la Iglesia, para que se salven; la pesca infructuosa, es decir, la pesca que realizan los pescadores de noche y sin Jesús, significan los esfuerzos humanos por evangelizar, que son inútiles y vanos si no está de por medio Jesucristo con su gracia; la pesca milagrosa, realizada a plena luz del día, con Jesucristo, significa que el que salva en la Iglesia es Jesucristo con su gracia y con el Espíritu Santo. La parábola nos enseña, entonces, que el trabajo evangelizador por la salvación de las almas, sin Cristo y su gracia –representado en la pesca infructuosa, realizada en las tinieblas-, es un esfuerzo inútil, mientras que, si es Cristo el que guía la Barca que es la Iglesia, con su gracia y su Espíritu, la pesca es abundante, es decir, muchas almas se convierten, regresan a la Iglesia y se salvan, y esto está representado en la pesca milagrosa, en la que se pescaron tantos peces, que hubo llevarlos en dos barcas.

Ante el milagro de la pesca milagrosa, Pedro se postra, lleno de temor de Dios –es decir, lleno de gozo y de alegría- ante Jesucristo quien así le demostraba, con la abundancia de peces, que Él era el Hombre-Dios; frente a nosotros, en cada Santa Misa, Jesús hace un milagro infinitamente más grande que el de atrapar peces en una red, y es la conversión del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y así nos demuestra que Él es el Hombre-Dios. ¿Por qué entonces no nos postramos, al menos interiormente, ante su Presencia Eucarística?

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Jesus sana a la suegra de Pedro

Jesus sana a la suegra de Pedro, afetada de fiebre. Luego, sana a muchos otros enfermos y expulsa demonios. Hacia el final de la jornada, se retira al desierto. Aunque el Evangelio no lo dica] se retira al desierto a orar.
Como cristianos, debemos imitar a Jesus, pues eso es lo que Jesus nos pide. "Aprended de Mi, que soy manso y humilde de corazon",debemos, por lo tanto, imitarlo en su mansedumbre yen su humildad de corazon. Pero tambien lo debemos imitar en el llevar la cruz, camino del Calvario, "El que quiera venir en pos de Mi, que se niegue a si missmo, cargue su cruz y me siga". Por ultimo, debemos imitarlo en su retiro al desierto, para hacer oracion. Y esto, porque la oracion es al alma, lo que el alimento al cuerpo, la oracion es al alma, lo que el oxigeno a los pulmones y a la vida del cuerpo, es como el sol, que da la vida a las plantas. Ahora bien, la oracion es tambien como el combustible de una nave destinada al sol, asi como el combustible necesita de la chispa delfuego para encenderse, asinuestra oracion necesita la chispa del Fuego del Divino Amor para encenderse, cuanto mas Fuego de Amor Divino en el corazon, mas oracion, para que el alma se dirija, directamente, al Sol de justicia, Jesus Eucaristia.
No imitaremos a Jesus ensu poder de curar enfermedades, ni en su poder para expulsar demonios, pero si lo podemos imitar en su retirarse al desierto para orary ese desierto es nuestro corazon.
Y por la oracion y por la comunion eucaristica, sera realidad para nosotros lo que no fue posible para la multitud del Evangelio, que quiso retener a Jesus para que se quedara con ellos, pero Jesus los dejo y se fue al desierto. Por la oracion y por el Amor, nosotros si podremos retener a Jesus, que viene al desierto de nuestrocorazon, para que se quedecon nosotros.

Ya se quien eres, el Hijo de Dios


"Ya se quien eres, el Hijo de Dios". Un hombre poseido por un "espiritu impuro", dice el evangelio] grita a Jesus en ls sinagoga, pero el que habla no es el hombre, sino el demonio que posee su cuerpo y habla a traves suyo. El demonio le dice a Jesus "!Que quieres de nosotros, ya se uien eres, el Hijo de Dios! El demonio dice saber quien es Jesus, pero el tipo de conocimiento que tiene de Jeus es conjetural, desde el momento en que no puede contemplar a Jesus, en cuanto Dios, cara a cara, como si lo hacen loa angeles del cielo. El demonio ha escuchado hablar de Jeus a los hombres, pero tambien lo ha visto hacer prodigios y por eso le dice Hijo de Dios. Pero sobre todo, reconoce la fuerza omnipotente que brota de Jesus, una fuerza que es la fuerza de Dios y que el demonio reconoce bien, porque fue la fuerza que lo creo bueno, como angel de luz, y que lo expulso a el y a todos los angeles apostatas de los cielos, por medio de San Miguel Arcangel, cuando se rebelaron contra Dios. El demonio tamien recococe esta fuerza, porque es la que los expulsa, a el y aloa demas angeles caidos, de los cuerpos que poseen. Al decirle a Jesus que ya sabe uien es, el Hijo de Dios, el demonio demuestra poseer una fe conjetural, pero fe al fin y al cabo, "Tu eres el Hijo de Dios".
Ahora bien, podemos preguntarnos, si los mismos demonios creen en Jesus, en su divinidad, por sus milagros y por el poder de su palabra, porque no creemos nosotros en su Divinidad, Presente en la Persona del Hijo en la Eucaristia?