martes, 28 de febrero de 2017

Miércoles de Cenizas


(Ciclo A – 2017)

         Como todos los años, la Iglesia inicia, en el Miércoles de Cenizas, un nuevo itinerario cuaresmal, que habrá de desembocar en la Pascua del Señor, previo paso por la Pasión. Para poder aprovechar espiritualmente este nuevo ciclo litúrgico, debemos profundizar en su significado espiritual. ¿De qué se trata la Cuaresma, que inicia con el Miércoles de Cenizas? ¿Es un recordatorio piadoso de un aspecto de la vida de Jesús? ¿Se trata simplemente de traer a la memoria, de un modo ritual y litúrgico, un hecho de la vida de Jesús? ¿Cuál es el fin de la Cuaresma, que inicia en el Miércoles de Cenizas?
         Ante todo, hay que decir que no es un mero recuerdo de la memoria, ni tampoco una ceremonia piadosa que evoca un hecho de la vida de Jesús, y la participación del católico no se reduce a participar a la ceremonia de imposición de Cenizas, ni tampoco a abstenerse de carne los días viernes. La Cuaresma es algo infinitamente más profundo que todo esto: en Cuaresma la Iglesia Militante –los bautizados en la Iglesia Católica que vivimos en este mundo- participa del ayuno, la oración y la penitencia de Nuestro Señor Jesucristo realizados en el desierto. Es decir, la Iglesia, a XXI siglos de distancia, y por un prodigio del Espíritu Santo, se hace partícipe del ingreso de Nuestro Señor en el desierto, quien así inicia los cuarenta días de oración, ayuno y penitencia. Así como la Cabeza, Cristo, ingresa en el desierto, así su Cuerpo Místico, la Iglesia, lo acompaña místicamente, pero si bien la Cabeza que es Cristo no debe expiar por ningún pecado, sí lo deben hacer los miembros de su Cuerpo, que somos pecadores.
¿Por qué elige Jesús el desierto para ir a orar? Porque el desierto tiene muchos significados desde el punto de vista espiritual: físicamente, es lugar de peregrinación hacia la Tierra Prometida, la Jerusalén terrena, en el Antiguo Testamento y, por lo tanto, la vida y la historia humana, que simbólicamente están representadas en el desierto, es también un peregrinar del cristiano hacia la Tierra Prometida, la Jerusalén celestial; es lugar de soledad para el alma, lo cual facilita el encuentro con Dios; es lugar de desolación, por cuanto no existe nada que pueda atraer sensiblemente al alma –por el contrario, en el desierto, el calor extremo del día y el frío glacial de la noche, lo hacen prácticamente inhabitable-, lo cual ayuda a la penitencia y a la mortificación de las concupiscencias, del cuerpo –sensualidad- y el espíritu –la soberbia-; también el desierto es símbolo del corazón humano luego del pecado original: de Jardín que era, quedó convertido en un desierto de arena, en donde arden las pasiones –el calor del día- y en donde falta el amor de Dios –la caridad-; por último, es el lugar del encuentro, no solo con Dios, sino con el Demonio, pues así como Jesús fue tentado en el desierto, así también el alma es atacada por el Tentador, cuando intenta emprender el camino de la conversión hacia su Dios.
El desierto, al igual que las cenizas que se imponen el día Miércoles, en el que inicia la Cuaresma, son ambos símbolos de penitencia, pero como hemos dicho, la Cabeza, Cristo, no tiene necesidad de penitencia y si la hace, es de forma vicaria por los hombres pecadores. Quienes sí tenemos necesidad de penitencia –además de ayuno y oración- somos los hombres, que somos pecadores, que nos sentimos atraídos por la concupiscencia de la carne y del espíritu, como consecuencias del pecado original y fácilmente podemos caer ante las seducciones del Tentador. La penitencia, simbolizada en las cenizas y en el ingreso de Jesús al desierto, es del todo necesaria para nosotros, si es que queremos morir al hombre viejo, para nacer al hombre nuevo. Ahora bien, para que la penitencia adquiera todo su valor salvífico y redentor, debe ser unida a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo; de otro modo, realizada por sí mismo y alejada de Nuestro Señor, sólo demuestra la existencia de un espíritu estoico, sí, pero rebelde y orgulloso, y de nada le vale su esfuerzo. La penitencia sólo tiene valor cuando se la une al sacrificio redentor de Cristo en la cruz y es por esto que los cristianos, místicamente, con las cenizas impuestas en la frente al inicio de la Cuaresma, nos internamos con Jesús en el desierto, y huimos del mundo y sus falsos atractivos para así, en la oración, el ayuno y la penitencia, encontrar a Dios en ese “desierto nevado” (cfr. Liturgia de las Horas) que es nuestro corazón pecador. Nuestro corazón, arrasado por el pecado, es árido porque le falta la frescura del Divino Amor y arde en las pasiones, porque no tiene la gracia santificante que le permite dominarlas y subordinarlas a la razón, para así encaminarnos a la santidad.

Y al igual que Jesús, que al final de la estadía de cuarenta días en el desierto, experimentó la tentación por parte del Tentador, el Ángel caído, también nosotros, hombres pecadores, viadores, experimentamos la tentación en el desierto de la vida, en el camino que conduce a la Jerusalén celestial. Pero Jesús, que no cayó en pecado porque era imposible que lo hiciera, ya que era Dios Hijo en Persona, nos dejó ejemplo de cómo resistir y vencer a la tentación, ante todo, con la Palabra de Dios, con la oración, con el ayuno y la penitencia. Es por eso que el cristiano no puede excusarse ante la tentación porque, por fuerte que sea, no es más fuerte que la gracia que nos comunica Jesús, por lo que si caemos en la tentación, no es por falta de asistencia divina, sino porque así lo decidimos nosotros, rechazando el auxilio de la gracia. Jesús, que es la santidad divina en sí misma, porque es la Segunda Persona de la Trinidad, se interna en el desierto, al inicio de la Cuaresma, para orar y ayunar y hacer penitencia por nosotros. Nosotros, como Iglesia, por medio de la imposición de las Cenizas, recordamos que “somos polvo y al polvo hemos de volver”, es decir, recordamos que en el momento de la muerte este cuerpo iniciará su proceso natural de descomposición, que lo reducirá a cenizas, mientras que nuestra alma será llevada ante la Presencia de Dios Trino para recibir el Juicio Particular y es para estar preparados para ese momento, que participamos de los cuarenta días de Jesús en el desierto, haciendo penitencia con el cuerpo, dominando las pasiones con la ayuda de la gracia y buscando la conversión del alma por medio de las prácticas cuaresmales. Es esto lo que la Iglesia quiere de nosotros en la Cuaresma: que despeguemos el corazón del mundo y sus vanas atracciones, que con la gracia desterremos el pecado, así como se arranca de un jardín una planta venenosa, y que movidos también por la gracia, dirijamos nuestras corazones hacia Jesús, Sol de justicia, Presente en la Eucaristía, y es en esto en lo que consiste la Conversión Eucarística, objetivo de la penitencia cuaresmal. De esta manera, el Miércoles de Cenizas y la Cuaresma que se inicia no es tiempo de pesar y tristeza, sino que es un tiempo de gran regocijo espiritual, porque es un signo de que la caducidad de este mundo ha sido vencida por Jesús en la Cruz y que Jesús nos ha dado una vida nueva, la vida de la gracia, con lo cual damos testimonio, como Iglesia, de la vida futura que nos espera en el Reino de los cielos, vida de feliz bienaventuranza, obtenida para nosotros por el sacrificio del Cordero en el Calvario. 

viernes, 24 de febrero de 2017


(Domingo VIII - TO - Ciclo A – 2017)

         “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24-34). Ante la tentación del hombre que pretender acumular dinero, al mismo tiempo que alabar a Dios, las palabras de Jesús son muy claras y precisas: “No se puede servir a Dios y al dinero”. Y luego da la razón: “porque aborrecerá a uno y amará al otro”. Para comprender mejor el porqué de esta imposibilidad, podemos recordar lo que enseña San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales, acerca de para qué ha sido creado el hombre: “El hombre ha sido creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios Nuestro Señor, y mediante esto, salvar su alma”[1]. Es decir, el hombre ha sido creado por Dios para Dios, para servirlo y alabarlo, y así salvar su alma; el hombre no ha sido creado para servir al dinero, y mucho menos cuando, detrás del dinero, está Satanás, puesto que el dinero es, según los santos, “el estiércol de Satanás”. No hay lugar en el corazón del hombre para dos señores: o se sirve a Dios, o se sirve al dinero y, en el dinero, a Satanás. Podemos pensar en el corazón como un
         ¿Qué sucede en el corazón del hombre, cuando el dinero ocupa el lugar que sólo Dios puede y debe ocupar? Sucede que el hombre intercambia al dinero por Dios, y termina idolatrando y sirviendo al dinero, en vez de adorar y servir a Dios. Cuando esto sucede, el dinero –y mucho más, el obtenido ilícitamente, por medio del robo, el fraude, la extorsión, o de cualquier forma delictiva- hace caer fácilmente al hombre en el engaño de que esta vida y sus placeres terrenos –la gran mayoría, ilícitos, porque se derivan de la concupiscencia de la carne y del espíritu-, son accesibles, fáciles de conseguir, y duran para siempre, siempre y cuando haya dinero para acceder a ellos. El dinero hace emprender al hombre un peligroso camino, un camino ancho y espaciado, que finaliza en el Abismo del que no se sale; el dinero le facilita al hombre, afectado por las consecuencias del pecado original –el desorden de las pasiones, el difícil acceso a la Verdad y la dificultad para obrar el bien-, un camino que conduce a un lugar opuesto al cielo, el Infierno. No en vano Jesús nos advierte que, si queremos ir al cielo, debemos entrar por la puerta estrecha, es decir, por la puerta opuesta a la que conduce el dinero: “Uno le preguntó: Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan? Él en respuesta dijo a los oyentes: Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os aseguro que muchos buscarán cómo entrar, y no podrán. Y después que el padre de familia hubiere entrado y cerrado la puerta, empezaréis, estando fuera, a llamar a la puerta diciendo: ¡Señor, Señor, ábrenos!, y él os responderá: No os conozco, ni sé de dónde sois (…) Apartaos de mí todos vosotros, artífices de la maldad. Allí será el llanto y el rechinar de dientes; cuando veréis a Abrahán, y a Isaac, y a Jacob, y a todos los profetas en el reino de Dios, mientras vosotros sois arrojados fuera” (Lc 13, 22-28). La puerta estrecha es la pobreza de la cruz, que se opone al camino ancho y espacioso que concede el dinero. La advertencia de Jesús se dirige a nosotros, hombres pecadores, que fácilmente podemos caer en la tentación de pensar que el dinero y lo que el dinero obtiene –placeres terrenos, bienes materiales, vida despreocupada de las necesidades del prójimo- es preferible a la pobreza de la cruz de Jesús. Y si queremos saber cuál de los dos caminos estamos transitando, si el camino ancho del dinero o el camino estrecho de la cruz, es decir, si queremos saber si nuestro corazón está en el dinero o en Dios, podemos hacer la siguiente reflexión: si me reflexión: si me ofrecieran darme un millón de dólares sólo por asistir a un lugar que queda a la misma distancia de mi iglesia, para escuchar a un persona por una hora, y nada más, debo preguntarme si pondría todas las excusas que pongo, para no ir a ese encuentro, como cuando me excuso para faltar a la misa dominical. O también, en otras palabras: si considero que cien, mil, un millón de pesos, valen más que la Eucaristía dominical, entonces es obvio que mi tesoro es el dinero y que mi corazón no está en Dios, sino en el dinero.
         En nuestros días, caracterizados por un duro materialismo, acompañado del más profundo ateísmo que jamás la humanidad haya conocido, las multitudes son atraídas por la vida placentera y fácil, es decir, por el camino ancho y espacioso que proporciona el dinero. En nuestros días, se vive para el dinero y por el dinero, sin importar qué es lo que hay que hacer para obtenerlo, sin importar los medios, cualesquiera que estos sean, para ganar dinero, porque el dinero está antes que toda consideración moral, ética y espiritual. Es el caso, por ejemplo, de los médicos que, para ganar dinero, practican abortos, o los sicarios que, para ganar dinero, asesinan personas: no importa el medio, aun cuando este sea moralmente ilícito, cuando se trata de ganar de dinero. Cuando el dinero ocupa el lugar de Dios, el amor por el dinero desplaza del corazón del hombre no sólo el Amor a Dios, sino todo amor al prójimo y todo rasgo de humanidad. El hombre desea vivir según la vida que otorga el dinero: despreocupadamente, como en un estado de vacaciones o de juventud, permanentes, sin fin, eternas; desea autos de lujo, mansiones, viajes costosos, y todo tipo de placer terreno ilícito, y como sabe que esto sólo lo puede dar el dinero, idolatra al dinero en vez de adorar a Dios, que le pide lo contrario del dinero: vivir la pobreza de la cruz. Al hombre que está así enceguecido y embotado por el dinero, las palabras de Jesús “No se puede servir a Dios y al dinero”, “Esforzaos por entrar por la puerta estrecha”, o no las escucha, o si las escucha, las rechaza, porque no ama a Dios y a su Reino de Amor, sino al dinero y la vida que el dinero puede conseguir.
Por el contrario, aquel que quiere servir a Dios y no al dinero, debe emprender un camino muy distinto, un camino empinado, difícil de transitar; un camino que finaliza en la cima y en el cielo; un camino en el que hay que llevar la propia cruz a cuestas y negarse a sí mismos, al hombre viejo, al hombre dominado por las pasiones, para ir en pos de Cristo, que va delante con la Cruz, camino al Calvario. Este camino, al que se ingresa por la puerta estrecha, finaliza en la cima del Monte Calvario, que es a su vez la puerta de entrada al Reino de los cielos, en donde se encuentra la Jerusalén celestial, destino final de los que aman al Cordero y mueren en estado de gracia:
“No se puede servir a Dios y al dinero”. Para que nuestros corazones estén anclados y adheridos en el verdadero y único tesoro que merece ser obtenido, Jesús Eucaristía, y para que despeguemos nuestros corazones del dinero y del afán desmedido por conseguirlo, dirijamos, con la ayuda de Nuestra Madre del cielo, la Virgen de la Eucaristía, esta oración a Jesús en el sagrario: “Oh Jesús, Dios de la Eucaristía, Dios del sagrario, Tú quieres convertir nuestros pobres corazones en otras tantas moradas en las que poder reposar y darnos el Amor de tu Sagrado Corazón, y no cesas de llamarnos con insistencia, una y otra vez. Y sin embargo, nosotros, llevados por la indiferencia y el desamor hacia Ti, y llevados por el amor desmedido al dinero y al mundo, hacemos oídos sordos a tus llamados de amor desde la Eucaristía y te dejamos solo y abandonado en el sagrario, para ir en búsqueda del placer terreno, de los bienes materiales, del oro y la plata, de la gloria mundana y de la estima de los hombres, eligiendo así el amor efímero y superficial de las creaturas, antes que el Amor infinito y eterno del Padre, que mora en tu Corazón Eucarístico. Concédenos, oh Buen Jesús, la gracia de poder encontrar la “perla preciosa”, el “tesoro escondido”, el único tesoro capaz de alegrar nuestros días en la tierra y luego por toda la eternidad, tu Presencia real, verdadera y substancial en la Eucaristía. Y así, alegrándonos de haberte encontrado en la Eucaristía, seamos capaces de dejar definitivamente atrás lo que nos separa de Ti, cortando de una vez y para siempre con el pecado, desprendiéndonos del afecto a los bienes terrenos y mundanos, incapaces de dar un solo instante de verdadera alegría. Nuestra Señora de la Eucaristía, haz que descubramos la perla de gran precio, el tesoro escondido; ayúdanos a vender todo lo que tenemos, a desarraigar nuestros corazones del amor al dinero, para adquirir el campo donde se oculta el tesoro, la fe en la Presencia Eucarística de tu Hijo Jesús. Amén”.




[1] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, nº 23.

“Los dos no serán sino una sola carne”


“Los dos no serán sino una sola carne” (Mc 10, 1-12). Jesús presenta a la indisolubilidad del matrimonio sacramental como su característica principal: al unirse sacramentalmente, el varón y la mujer forman “una sola carne”. Para entenderlo, podemos tomar la siguiente figura: así como a un cuerpo –es decir, la “sola carne” formada por la unión sacramental- no se lo puede dividir en dos partes y pretender que el cuerpo sigua vivo, así tampoco al matrimonio sacramental. Es decir, los esposos unidos en matrimonio sacramental y que pretenden divorciarse, serían el equivalente a una persona que pretendiera seguir caminando y viviendo, luego de ser cortado su cuerpo al medio en dos partes independientes. Y también, una relación de adulterio, sería como si a esa persona, partida en dos, se le agregara, a una de sus mitades, una mitad correspondiente a otra persona.

Ahora bien, el fundamento de la indisolubilidad del matrimonio sacramental y la condena y pecaminosidad del adulterio, no se fundan en razonamientos humanos, ni en la decisión de la conciencia del hombre: se fundan en la unión indisoluble, casta, pura y fiel, entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Es decir, todo matrimonio sacramental obtiene sus notas fundamentales por el hecho de estar injertado en la Alianza esponsal, mística, sobrenatural, entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Las características de esta unión esponsal son participadas y deben ser hechas visibles a través de los esposos humanos unidos en matrimonio sacramental. “Separar lo que Dios ha unido” –divorcio- o “unir lo que Dios no une” –adulterio- significa, para el hombre, colocarse él y su conciencia por encima del mismo Dios, de sus Mandamientos y del Magisterio de su Iglesia, expresión fiel de su Palabra revelada en Cristo Jesús.

martes, 21 de febrero de 2017

“El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”


“El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 30-37). Mientras Jesús, yendo de camino con los discípulos, les anuncia y profetiza acerca de su Pasión –deberá ser traicionado, insultado, golpeado y crucificado hasta la muerte-, los discípulos comienzan a pelear entre sí. Una vez que llegan a destino, Jesús les pregunta la causa por la que habían estado discutiendo, y ellos, avergonzados, se callan, porque “habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”. Es decir, mientras Jesús les habla acerca de su misterio pascual, misterio por el cual habría de morir en sacrificio en cruz, para luego resucitar y así poder dar a los hombres la vida nueva de la gracia, que los hará partícipes y herederos del Reino de los cielos, los discípulos, sin hacer caso de lo que Jesús les dice, continúan mirando a las cosas de la tierra, discutiendo por el poder temporal, por los honores y por las grandezas del mundo: “habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”. Para hacerles ver que la grandeza de este mundo no importa y que lo que importa es la otra vida, la vida eterna, Jesús les dice: “El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”. Si entre los hombres aparenta ser “el más grande” aquel al que todos alaban y ensalzan, a los ojos de Dios, por el contrario, “el más grande” es “el último de todos y el servidor de todos” y la razón es que Jesús, siendo “el más grande”, porque era el Hijo de Dios encarnado, se hizo “el último de todos” en la cruz, al ser humillado en la Pasión, y con su muerte en cruz, “se hizo el servidor de todos”, porque alcanzó para todos la salvación y la vida eterna. El más grande, a los ojos de Dios, no es aquel al que todos los hombres aplauden, sino aquel al que, por hacer la voluntad de Dios, los hombres desprecian y crucifican, porque así hicieron con el mismo Hijo de Dios. Los criterios de grandeza, entonces, son distintos para los hombres y para Dios: para los hombres, es más grande el que más aplausos mundanos recibe; para Dios, es más grande el que, imitando a su Hijo Jesús, abraza la cruz con amor y, en la imitación de Jesús, da su vida en la cruz por la salvación de sus hermanos.

viernes, 17 de febrero de 2017

“Amen a sus enemigos”


(Domingo VII - TO - Ciclo A – 2017)

“Amen a sus enemigos” (Mt 5, 38-48). Jesús nos enseña cómo debe ser el trato, a partir de Él, para con el prójimo que, por algún motivo, se ha constituido en nuestro enemigo, y para hacerlo, diferencia con precisión cómo se procedía en el Antiguo Testamento contraponiéndolo con lo que Él, en cuanto Legislador Divino, determina ahora: antes, en el Antiguo Testamento, se aplicaba la ley del Talión: “Ojo por ojo y diente por diente”, lo cual significaba devolver al prójimo exactamente el mismo mal que el prójimo nos había hecho. Sin embargo, a partir de Él, las cosas son diferentes: en el Nuevo Testamento –y por lo tanto, en la Iglesia-, la ley del Talión queda superada por la Nueva Ley de la caridad –“caridad” es “amor”, pero no humano, sino divino, sobrenatural-, la cual implica no sólo no devolver el mal al prójimo, sino devolver bien por el mal recibido y un bien que es, ante todo, espiritual y por lo tanto valiosísimo, y es el bien del amor: “Ama a tus enemigos”. Es decir, en el Antiguo Testamento, estaba prescripto que debía devolverse al enemigo el mismo grado de mal que había cometido –“ojo por ojo y diente por diente”-; ahora, no sólo no se devuelve el mal, sino que al mal, se le responde con Amor, pero no el amor humano, sino el Amor Divino, el amor de caridad: “Amen a sus enemigos”.
Jesús no sólo nos enseña de palabra, sino que Él mismo en Persona nos da ejemplo en la Cruz de cómo vivir este mandato suyo y lo hace cuando pide perdón al Padre por aquellos que le están quitando la vida: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. Jesús ama a sus enemigos, aquellos que le quitan la vida en la Cruz, y porque los ama, es que pide al Padre que los perdone. Ahora bien, los que le quitamos la vida somos nosotros, con nuestros pecados, porque Él se puso en nuestro lugar en la Cruz; es decir, los enemigos de Dios, aquellos a los que Jesús ama y porque los ama pide el perdón divino para ellos, esos enemigos, éramos nosotros y no Él. Aun así, siendo nosotros los enemigos de Dios y no Él, Jesús se interpone entre la Justicia Divina y nosotros, recibiendo Él, en su Cuerpo y en su Alma, de forma vicaria, el castigo merecido por haber nosotros desencadenado la Ira Divina con la malicia de nuestros pecados. La muerte de Jesús en la Cruz era el castigo que todos los hombres merecíamos por nuestros pecados, pero Jesús, siendo Inocente e Inmaculado, nos ama tanto, que se interpone entre la Ira de Dios y nosotros, recibiendo Él el castigo que merecíamos, para así borrar con su Sangre nuestros pecados y concedernos la gracia que nos justifica.
“Ama a tus enemigos”. El mandato de Jesús tiene muchas implicancias, puesto que no basta con perdonar: es necesario “amar” al prójimo enemigo –el amor sobrenatural es la base del perdón al enemigo-, y esta distinción es importante, porque muchos cristianos tal vez no odian ni devuelven el mal e incluso hasta perdonan, pero lo hacen por motivos meramente humanos, como el “sentirse buenos”, o simplemente porque “pasó el tiempo y ya puedo perdonar”. Sin embargo, no es en esto en lo que consiste el cumplir con el mandato de Jesús, porque el perdón cristiano no se basa en dejar pasar el tiempo, o pretender que, como somos buenos, perdonamos a quien nos hace mal. Ese comportamiento es de un buen pagano, un no-cristiano de buena conciencia, pero no de un cristiano que se precie de seguir los mandatos de Jesús. El cristiano no perdona porque “pasó el tiempo” ni tampoco porque se siente “buena persona”, porque no es eso lo que Jesús nos pide cuando nos dice: “Ama a tus enemigos”. Y todavía, mucho más, nos comportamos como pésimos cristianos cuando, frente a un prójimo que es –por una cuestión circunstancial- nuestro enemigo, buscamos dañarlo, en vez de seguir el mandamiento de Jesús: “Ama a tus enemigos”.
Teniendo en cuenta lo que hemos dicho, y habiendo tomado la decisión de cumplir el mandamiento de Jesús de “amar al enemigo”, surge una pregunta fundamental: ¿cómo hacerlo? Porque podemos argumentar que, humanamente, es imposible “amar” al enemigo, toda vez que el impulso humano hacia el enemigo nos lleva, a lo sumo, a no devolver el mal, pero jamás “amarlo”. Entonces, ¿de qué manera cumplir con este mandato de Jesús? La respuesta es acudir a la Fuente del Amor sobrenatural de caridad, Jesús Misericordioso, y contemplarlo en su Trono de Misericordia, la Santa Cruz. Es decir, para amar al enemigo como Jesús nos pide, debemos contemplar a Jesús crucificado y considerar que, habiendo sido nosotros –todos y cada uno, personalmente-, los que hemos crucificado a Jesús, Él, movido por el Amor Misericordioso de su Sagrado Corazón, en vez de pedirle al Padre que nos castigue por el deicidio cometido, no sólo nos perdona e implora perdón al Padre, sino que entrega su Cuerpo y da su Vida y su Sangre para obtenernos ese perdón. Una vez hecha esta consideración debemos,  con el mismo perdón divino con el cual Jesús nos perdona desde la Cruz, y con el mismo Amor Divino con el cual Jesús nos ama desde la Cruz, proceder nosotros con nuestros enemigos: amar y perdonar como Jesús nos amó y perdonó desde la Cruz, con su mismo Amor. Esto no significa, de ninguna manera, ser complacientes con la injusticia sufrida a manos de nuestro prójimo, pero a nosotros nos compete imitar a Dios en su Justicia Divina, sino en su Misericordia, dejando en las manos de Dios la Justicia. La otra forma de alcanzar el Amor Divino necesario para no solo perdonar, sino amar a nuestros enemigos, es por la Comunión Eucarística, pues allí recibimos al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que contiene al Amor de Dios, el Espíritu Santo. Si dejamos que nuestros corazones, secos como un leño, sean envueltos por las llamas del Amor del Corazón Eucarístico de Jesús; si dejamos que nuestros corazones se conviertan en ese mismo Amor, así como el leño seco, al aplicarle el fuego, se convierte en el mismo fuego, entonces sí seremos capaces de “ser perfectos” como el Padre celestial, porque lo imitaremos a la perfección: Dios Padre nos amó, en vez de castigarnos, y la prueba de su Amor es su Hijo Jesús en la Cruz.
         “Amen a sus enemigos”. Sólo si somos misericordiosos para con nuestro prójimo, que nos ha dañado, perdonándolo y amándolo en nombre de y con el Amor de Jesús, sólo así, seremos verdaderos hijos de Dios y alcanzaremos su perfección, que es la perfección de la santidad: “Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos? Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo”.



“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”


“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mc 8, 34-38.9, 1). Jesús da las condiciones para su seguimiento: querer seguirlo, renunciar a sí mismo y cargar la cruz propia. Si no se cumplen estos requisitos, no se puede ser discípulo suyo. ¿Qué significan cada uno de los requisitos, indispensables para ser verdaderamente “cristianos”, es decir, discípulos de Jesús?
El primero es “querer”, ya que Jesús dice: “el que quiera seguirme”; esto significa que si bien es Jesús el que nos llama, la respuesta a su llamado, que es personal, es también personal, es decir, es libre. Jesús dice: “el que quiera seguirme”; no obliga a nadie, porque nadie entrará en el Reino de los cielos “obligado”; quien lo haga, será porque libremente habrá decidido seguir a Jesucristo y esto en razón de la libertad del hombre, que es aquello que constituye su imagen y semejanza con Dios-, y también por el respeto que Dios tiene a la libre decisión del hombre. Es decir, Dios respeta en tal grado la libertad del hombre de querer seguirlo o no, que aquello que el hombre decida, eso acepta el mismo Dios. En otras palabras, Dios da la gracia de querer seguirlo, pero el hombre tiene en sus manos, por así decirlo, la decisión libre y final de querer seguirlo o no. De esto se sigue que, por un lado, nadie entrará obligado en el Reino de los cielos, sino de forma voluntaria; por otro lado, nadie entrará injustamente, viendo atropellada su libre decisión de no querer seguirlo, en el Infierno: quien no quiera seguirlo, indefectiblemente irá al Infierno, pero no porque Dios “lo condene”, sino porque el hombre libremente eligió no querer seguirlo. El Infierno se presenta, así, como una muestra del máximo respeto que Dios tiene de la libertad humana, porque quien se condena, lo hace por la libre decisión de no querer seguirlo: “El infierno consiste en la condenación eterna de quienes, por libre elección, mueren en pecado mortal[1].
El otro requisito para ser discípulos de Jesús es la “renuncia a sí mismo”, lo cual implica tener en cuenta que nuestro ser está afectado por el pecado original, que hace difícil el acceso a la Verdad por parte de la mente, y el obrar el Bien, por parte de la voluntad, además de provocar un grave desorden en las pasiones, en los sentimientos y en los sentimientos. Es decir, por el pecado original, estamos condicionados por la concupiscencia de la carne y de la vida, porque por el pecado el hombre ha sido invertido y en vez de ser la razón la que guíe la voluntad y esta domine las pasiones, son estas, las pasiones desordenadas, las que dominan la voluntad y ofuscan la razón. La negación de sí mismo significa tener en cuenta esta situación “original” y luchar, con la ascesis, la oración y la gracia de los sacramentos, contra nuestra tendencia al mal: “No hago el bien que quiero, sino que hago el mal que no quiero” (cfr. Rom 7, 19).
El último requisito para ser discípulos de Jesús es el de “cargar la cruz” propia, porque si el Hijo de Dios, siendo Inocente, cargó la cruz camino del Calvario, nadie puede ser discípulo de Cristo si no lo imita en su Pasión, en el cargar la cruz. Es decir, si Jesús, siendo Inocente, pasó de esta vida al Padre por la cruz, todo discípulo que se precie de serlo, debe también cargar la cruz, único camino para llegar al Reino de Dios.



[1] Catecismo de la Iglesia Católica, Compendio, 212.

jueves, 16 de febrero de 2017

“¡Vade retro, Satan! Tus pensamientos no son los de Dios”


“Tus pensamientos no son los de Dios” (Mc 8, 27-33). Este pasaje del Evangelio es sumamente útil para graficar el “discernimiento de espíritus”, según San Ignacio de Loyola[1], y también para darnos acerca de cómo, incluso el Vicario de Cristo, el Papa, puede apartarse de Aquel a quien representa en la tierra, el Hombre-Dios Jesucristo.
Con respecto al discernimiento de espíritus –siempre según las Reglas de San Ignacio para los Ejercicios Espirituales-, el Evangelio nos permite constatar cómo Pedro, siendo Vicario de Cristo, cuando es iluminado por el Espíritu Santo, proclama la verdad plena y absoluta acerca de Jesucristo: Él es “el Mesías”, el que “tiene palabras de vida eterna” (Jn 6, 68), el “Hijo de Dios” (Mt 16, 16): “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Pedro respondió: “Tú eres el Mesías”.
Pero cuando el mismo Vicario, Simón Pedro, rechaza esta iluminación interior y se deja llevar por sus propios pensamientos –pensamientos contrarios a la Cruz y la Pasión de Jesús-, se aparta de la Voluntad de Dios y, lo que es peor, se coloca bajo la influencia directa del Príncipe de la mentira, tal como se lo dice Jesús: “¡Retírate de Mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”.
En otras palabras, cuando el Espíritu Santo lo ilumina, Pedro proclama la Verdad acerca de Jesús: “Tú eres el Mesías, Tú eres Dios Hijo encarnado”. Pero cuando rechaza la Cruz. se deja influenciar por Satanás y por sus propios pensamientos: “Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con toda claridad. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo. Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”.
Esto nos enseña que, cada vez que neguemos que Jesús es Dios y cada vez que neguemos y rechacemos la Cruz –y cada vez que neguemos y rechacemos a la Santa Misa como renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrifico de la Cruz-, debemos decirnos, a nosotros mismos, junto con Jesús: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Jesús devuelve la vista a un ciego


Jesús devuelve la vista a un ciego (cfr. Mc 8, 22-26) utilizando su poder divino. Si bien la curación se lleva a cabo en dos pasos –primero le coloca saliva en los ojos y le impone las manos, lo que le permite al ciego comenzar a ver “hombres, como si fueran árboles que caminan” y recién cuando le impone las manos por segunda vez, recupera totalmente la vista-, esto no significa que tuviera algún tipo de inconvenientes para no hacerlo de una sola vez: es evidente que, siendo Jesús Dios Hijo encarnado y siendo Él el Creador de los ángeles y los hombres, tiene el poder suficiente para curarlo en menos de un segundo; si lo hizo en dos fases o tiempos, es porque ésa era su intención.
Ahora bien, en la escena evangélica, sucedida realmente, hay también un significado sobrenatural: el ciego representa a la humanidad, herida por el pecado original, que se ha vuelto incapaz de ver a Dios y a la realidad, tal como Él la ha creado; la curación por parte de Jesús, representa el don de la gracia santificante, que permite, precisamente, ver el mundo y la realidad, tal como Dios los creó, mientras que la recuperación total de la visión, podría representar al hombre que, iluminado por la gracia santificante, se vuelve capaz de ver el sentido de esta vida: una prueba otorgada por Dios, para decidirnos, con nuestro libre albedrío, a favor o en contra de Él, por toda la eternidad. En otras palabras, el ciego al final de la curación, el que es capaz de ver perfectamente, representa al alma que, iluminada por la luz de la fe y de la gracia, sabe que esta vida terrena no es para siempre y por lo tanto no pone su corazón en ella, sino que considera a Jesús y al Reino de los cielos como su verdadero y único tesoro, esforzándose por lo tanto para llevar una vida de gracia y así salvar el alma.

Como el ciego del Evangelio, que se postró ante Jesús para implorarle poder ver, también nosotros nos postramos ante Jesús Eucaristía, para que Él nos ilumine con la luz de su gracia.

sábado, 11 de febrero de 2017

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”


(Domingo VI - TO - Ciclo A – 2017)

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 17-37). El Pueblo Elegido tenía, en cuanto Nación escogida por Dios para manifestarse a través suyo al mundo, la Ley natural y la Ley de Dios, que hacían justos a quienes las cumplían, como dice San Ireneo: “En la Ley hay preceptos naturales que nos dan ya la santidad; incluso antes de dar Dios la Ley a Moisés, había hombres que observaban estos preceptos y quedaron justificados por su fe y fueron agradables a Dios”[1]. Ahora bien, Jesús, que es ese mismo Dios que dio la Ley Natural a todos los hombres y los Mandamientos al Pueblo Elegido, viene ahora a nosotros, que somos el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, para traernos, no otra Ley distinta, sino la misma Ley Natural y los mismos Mandamientos, aunque ahora escritos no ya en tablas de piedra, sino en los corazones, y esa es la razón por la cual el cumplimiento de esa Ley es mucho más estricto: “El Señor no abolió estos preceptos sino que los extendió y les dio plenitud”[2]. Es por eso que Jesús dice: “No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento”. Y da el ejemplo de cómo es ese cumplimiento: “Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego. Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda”. Es decir, antes bastaba con “no matar”, para cumplir la Ley de Dios, y de esa manera se era justo, al menos en ese mandato: el justo era el que no mataba, es decir, el que no quitaba la vida material y físicamente a su prójimo, el que no cometía homicidio; era justo el que no lo hacía exteriormente, porque estar ante la Presencia de Dios era estarlo exteriormente. En otras palabras, se podía odiar a un prójimo, pero si no se lo mataba, se cumplía con el precepto que decía “No matarás”. Sin embargo, ahora, el cumplimiento de la Ley de Dios comienza en el interior del hombre, en su corazón, puesto que Jesús ha venido a traer la gracia santificante que, por así decirlo, graba a fuego los Mandamientos de Dios en el corazón, al tiempo que hace que el alma esté ante la Presencia de Dios, desde el momento en que, por la gracia, ese Dios, que es Uno y Trino, inhabita en el corazón del hombre. En otras palabras, cuando está en gracia, el alma está ante la Presencia de Dios Trino porque por la gracia, Dios Uno y Trino viene a inhabitar en el alma del justo. Es decir, ahora, con Jesús, Dios no solo es mucho más cercano, sino que está dentro del alma del justo; la gracia convierte al alma –y al cuerpo- del justo en el lugar de la morada de Dios Trino, por lo que, el que está en gracia, está delante de Dios Trino, así como quien está delante del sagrario o delante de la Eucaristía, está delante del Cordero. Ésa es la razón por la cual ya no basta cumplir sólo exteriormente los Mandamientos de la Ley sino que, ante todo, deben ser cumplidos en el corazón mismo del hombre, en su alma, en lo más profundo de su acto de ser, porque allí mora la Trinidad, cuando el alma está en gracia. No basta con no quitar la vida exteriormente al hermano: ahora Dios, que mora en el corazón del hombre, ve sus pensamientos, y cualquier pensamiento malo, por pequeño que sea, ofende a esta Presencia divina, en su infinita majestad y bondad. Cualquier acto de malicia, aun cuando no sea formulado al exterior del hombre, resuena en las paredes del Templo de Dios que es el corazón del hombre por la gracia, y lo ofende. Ya no basta con “no matar”: quien interiormente se irrita, insulta y maldice a su hermano, está en falta ante Dios; todavía más, quien no se reconcilia con su hermano, está en falta ante Dios y es indigno de acercarse al altar: “Si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda”. Esto es lo que explica los ejemplos dados por Jesús: no basta con no cometer adulterio materialmente: si se lo desea, ese mal deseo está ante la Presencia de Dios, y lo ofende.
“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”. Cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios no es un mero legalismo: el cumplimiento se basa en el Amor de Dios, porque el que está unido por la gracia al Sagrado Corazón de Jesús y lo ama con todas sus fuerzas, amará también a su hermano, porque su corazón y el Corazón de Jesús, “que es Amor” (cfr. 1 Jn 2, 4), serán una sola cosa. Vivir los Mandamientos de la Ley de Dios no es, por lo tanto, contabilizar escrupulosamente qué es y qué no es pecado: se vive la Ley de Dios cuando el corazón, unido por la gracia al Corazón de Dios -que "es Amor"-, es hecho partícipe del Amor de Dios y con este Amor -que es el Espíritu Santo- ama a Dios y al prójimo. Así, unido al Amor de Dios y por el Amor de Dios, el hombre vive plenamente la Ley de Dios, que es la Ley del Divino Amor.




[1] San Ireneo de Lyon, Contra las herejías IV, 13, 3.
[2] Cfr. ibidem.

jueves, 9 de febrero de 2017

“Una mujer cuya hija estaba poseída por un espíritu impuro, oyó hablar de Él y fue a postrarse a sus pies”


“Una mujer cuya hija estaba poseída por un espíritu impuro, oyó hablar de Él y fue a postrarse a sus pies” (Mc 7, 24-30). Una mujer “pagana, de origen siro-fenicio”, como la describe el Evangelio, da un ejemplo de fe, de humildad y de sabiduría celestial a los cristianos católicos de todos los tiempos, incluidos nosotros, que vivimos en el siglo XXI, en primer lugar. La mujer, al ser pagana, no pertenece, obviamente, al Pueblo Elegido; está atribulada por una gran prueba, que es la posesión demoníaca de su hija; escucha hablar de Jesús y, sin perder un instante, se dirige a Jesús, pero no de cualquier manera, sino “postrándose a sus pies”, para pedirle a Jesús que expulse al demonio del cuerpo de su hija. En esto radica su ejemplo insuperable de fe en Jesucristo en cuanto Hombre-Dios, porque se postra ante Él, como signo de adoración que sólo se debe a Dios, y porque le pide que haga, en Persona –y no de forma delegada- un milagro o acción divina que sólo Dios puede hacer, y es el expulsar el demonio que atormenta a su hija.
Sin embargo, a pesar de esta muestra de fe –que superaba en mucho a la de la inmensa mayoría del Pueblo Elegido-, la respuesta de Jesús aparece, en un primer momento, como distante y fría. En efecto, el Evangelio dice: “Él le respondió: “Deja que antes se sacien los hijos; no está bien tomar el pan de los hijos para tirárselo a los cachorros”. Es decir, Jesús no considera concederle el milagro que le pide, porque indirectamente, le hace sentir su condición de pagana, de no perteneciente al Pueblo Elegido, a cuyos integrantes trata de “hijos”. Aún más, su respuesta no sólo es distante y fría, sino que, en cierto sentido, es dura, puesto que a ella no sólo le dice –indirectamente- que no es “hija”, sino que es “cachorro” o, lo que es igual, “perro”, porque está hablando de cachorros de perros. Es decir, Jesús no quiere concederle lo que le pide, porque ella es “perro” –pagana- y no “hija” –miembro del Pueblo Elegido-. En esto se ve el ejemplo de la mujer en relación a la virtud de la humildad, porque siendo tratada como “perro”, no sólo no se ofende, sino que asume el calificativo que le da Jesús, en la continuación con el diálogo.
Y precisamente, al continuar el diálogo en los términos planteados por Jesús, demuestra una sabiduría no humana, sino celestial –producto de la gracia concedida previamente por Jesús-, y demuestra esta sabiduría celestial con la respuesta que da a Jesús: “Es verdad, Señor, pero los cachorros, debajo de la mesa, comen las migajas que dejan caer los hijos”. La mujer, después de demostrar fe y humildad, ahora demuestra sabiduría celestial porque, usando la misma figura de Jesús, da el argumento necesario para resolver el caso a su favor: es verdad que ella no es hija, sino pagana –perra-, pero aun así, tiene derecho a un milagro de la benevolencia de Jesús, porque los perros –cachorros-, si bien no son hijos, comen de las migajas que caen de la mesa de los hijos. La mujer le está diciendo que es verdad que ella no es destinataria de los grandes milagros reservados a los miembros del Pueblo Elegido, pero si es verdad que es “perro”, es decir, pagana, entonces también, al mismo modo que los perros comen migajas de la mesa de sus amos, así también ella puede recibir un milagro –la expulsión del demonio del cuerpo de su hija- que, comparado con los del Pueblo Elegido, puede ser considerado “una migaja” para el poder divino de Jesús.
La demostración de fe, humildad y sabiduría celestial, como respuesta a la gracia previamente concedida por Jesús, despierta la admiración del propio Jesús, quien en premio a su fidelidad a la gracia, le concede lo que le ha pedido: “Entonces Él le dijo: “A causa de lo que has dicho, puedes irte: el demonio ha salido de tu hija”. Ella regresó a su casa y encontró a la niña acostada en la cama y liberada del demonio”.

A diferencia de esta mujer, muchos católicos, cuando se enfrentan a diversas tribulaciones, en vez de acudir a postrarse ante el altar del Señor, ante el sagrario, ante la Santa Cruz, o de implorar la mediación de la Medianera de todas las gracias, la Madre de Dios, acuden vergonzosamente a los brujos, los magos, los chamanes y toda clase de servidores del Demonio y es por eso que su luminoso ejemplo es sumamente válido para nuestros oscuros tiempos.

miércoles, 8 de febrero de 2017

“Es del corazón de los hombres de donde provienen las malas intenciones”


“Es del corazón de los hombres de donde provienen las malas intenciones” (Mc 7, 14-23). El pecado no es algo impersonal, que anda dando vueltas por el aire y que repentinamente se abate sobre una persona inocente: claramente lo dice Jesús, anida en el corazón del hombre, ya que es allí de donde surgen toda clase de cosas malas: “Es del corazón de los hombres de donde provienen las malas intenciones”. Esta es la razón por la cual no existe la naturaleza en estado de bondad absoluta, según Rousseau, y es la razón también por la cual de nada valen los esfuerzos del hombre para evitarlo y erradicarlo de su corazón con sus propias fuerzas, tal como lo quiere cierta corriente de cristianismo gnóstico. Como dice Santo Tomás, el hombre no puede subsistir en estado de gracia, esto es, sin caer en pecado mortal, si no es con la ayuda de la gracia divina que se nos comunica por los sacramentos. Esto nos hace ver la absoluta necesidad de los sacramentos, empezando por la Confesión Sacramental, para erradicar de raíz a esa planta venenosa que anida en ese jardín creado por Dios, que es el corazón humano. Existe un cierto cristianismo que tiende a minimizar el pecado, al reducir al cristianismo a una especie de psicologismo especializado en la auto-ayuda: el cristianismo consistiría solamente en consejos o modos de superar “cristianamente” trastornos psicológicos tales como ansiedad, miedo, angustia, ayudando a la persona a “superarse a sí misma”, a “encontrarse a sí misma”. En un tal cristianismo, el pecado es sólo un defecto psicológico y el cristianismo es sólo una lista de consejos de auto-ayuda para superarlos. Sin embargo, esto es falso, porque el cristianismo es el encuentro personal con la Persona Divina de Jesús de Nazareth, que con su sacrificio en cruz y el don de su Cuerpo y su Sangre, no solo nos quita esa mancha obscura que es el pecado, sino que nos dona la gracia de la filiación divina, convirtiéndonos en hijos adoptivos de Dios y en herederos del Reino. Esto nos hace ver la magnitud del Amor de Jesucristo y la imperiosa necesidad que tenemos de postrarnos ante la Cruz y la Eucaristía para darle gracias y adorarlo en cuanto Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios.

“Es del corazón de los hombres de donde provienen las malas intenciones”. Si del corazón del hombre, manchado por el pecado, salen “toda clase de cosas malas”, del corazón del hombre purificado por la gracia de la Confesión y santificado por la gracia de la Comunión Eucarística, y convertido por lo tanto en una copia viviente de los Sagrados Corazones de Jesús y María, surgen toda clase de cosas, más que buenas, santas. Para esto vino Jesús y murió en la Cruz: para quitarnos el pecado de nuestros corazones al precio altísimo de su Sangre derramada en la Cruz, y para convertir nuestros pobres corazones en corazones semejantes al Suyo y al de su Madre, la Virgen María.

“Anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido”


“Anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido” (Mc 7, 1-13). El pecado del fariseísmo es reemplazar la Palabra de Dios por la palabra humana; la Revelación de Dios, por la interpretación que el hombre da de esa Revelación, con lo cual la religión queda reducida no a una manifestación de Dios al hombre, sino a la perversa y torcida interpretación que el hombre le da a esa Revelación. El ejemplo que pone Jesús, para demostrar cómo los fariseos reemplazan los Mandamientos de Dios por tradiciones inventadas por ellos, es el del Cuarto Mandamiento, que manda “Honrar padre y madre”: los fariseos eximen del cumplimiento de ese mandamiento a quien deje ante el altar aquello que tenía para ayudar a los padres. De esa manera, al declarar esa ofrenda sagrada, evitaban cumplir el mandamiento divino. Pero lo que hace sagrada la ofrenda es el Dios al que se le ofrenda, por lo cual la Palabra de Dios siempre prevalece por encima de cualquier invento que pergeñen los fariseos para librarse de cumplir los mandamientos (en este caso concreto, ellos se quedaban con los bienes, por lo que estaban más que interesados en que el Cuarto Mandamiento sea dejado de lado por su tradición humana).
“Anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido”. Los Mandamientos de la Ley de Dios, desde el primero hasta el último –entre los que se incluyen los Mandamientos de Jesús, como el “cargar la cruz cada día”, “perdonar setenta veces siete”, “amar al enemigo” y otros más- no pueden nunca ser reemplazados por elucubraciones salidas de la mente del hombre. Otro ejemplo, es el de “No cometerás adulterio”: no se puede reemplazar este Mandamiento por el de “Comete adulterio”, sólo porque se invoca una supuesta misericordia divina, que no es tal sin la debida justicia. En el caso del matrimonio sacramental, es imposible estar en gracia y al mismo tiempo en pecado mortal; es imposible permanecer en el matrimonio sacramental y recibir la Comunión Eucarística si se está en adulterio, y la razón es que la unión entre el hombre y la mujer, por el sacramento del matrimonio, es una prolongación y una participación de la unión mística, esponsal, sobrenatural, de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa. Admitir la comunión en estado de adulterio, implicaría admitir que, ya sea Cristo Esposo o la Iglesia Esposa, son capaces de traicionarse mutuamente: Cristo con una esposa que no es la Iglesia Católica Apostólica Romana, y la Iglesia Católica Apostólica Romana, con otro Cristo que no sea el Único, el Hombre-Dios, la Persona Segunda de la Trinidad, encarnada en el seno de María y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.

“Anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido”. Anular la Palabra de Dios por mandamientos humanos es un pecado que clama al cielo.

sábado, 4 de febrero de 2017

“Ustedes son la sal de la tierra (…) Ustedes son la luz del mundo”


(Domingo V - TO - Ciclo A – 2017)
         “Ustedes son la sal de la tierra (…) Ustedes son la luz del mundo” (Mt 5, 13-16). Para graficar a los cristianos, Jesús utiliza dos elementos cotidianos, de la vida diaria, que son sumamente útiles y cuya presencia o ausencia modifica profundamente nuestra vida: la sal y la luz. La sal, permite dar sabor a todos los alimentos; sin ella, un alimento sin sal resulta “desabrido”, sin gusto apenas y en esto se nota su utilidad. La sal tiene otro uso, menos común, pero también muy útil, y es el de evitar la descomposición orgánica de la carne, un recurso utilizado con más frecuencia en épocas anteriores, en las que no existían los modernos métodos de preservación de los alimentos. El otro elemento que utiliza Jesús en su enseñanza es la luz, cuya importancia es más que evidente para la vida cotidiana: permite ver y apreciar el mundo, con toda su realidad, con su colorido, con su profundidad: sin la luz, el hombre vive en tinieblas y en la oscuridad más absoluta.
Jesús utiliza estos elementos materiales, la sal y la luz, para representar una realidad sobrenatural, y es la realidad de la gracia santificante en el alma: la gracia es al cristiano lo que la sal y la luz a la vida del hombre. Es la gracia la que hace que la vida del cristiano tenga un nuevo sabor, el sabor de la eternidad y del Amor de Dios y es la gracia la que evita la descomposición del alma por la putrefacción del pecado, así como la sal evita la putrefacción de la carne; es la gracia la que, inhiriendo en el alma del cristiano, la ilumina con la luz eterna de Dios, permitiéndole ver aquello que sin la gracia no puede ver: que esta vida terrena es pasajera, que es una prueba para ganar la vida eterna, que no se puede conseguir la vida eterna sin vivir los Mandamientos de la Ley de Dios, que al fin de la vida terrena nos espera un doble juicio, el Particular y el Universal y que según el resultado de esos tribunales, nuestros destinos eternos serán el Cielo o el Infierno, que esta vida no es para “disfrutar”, sino para ganar el Cielo y que el Cielo sólo se gana por medio de la Santa Cruz de Jesús y con el auxilio de la Virgen, Medianera de todas las gracias.
         Es la gracia santificante la que cambia radicalmente la vida del cristiano, dirigiéndola y enderezándola hacia la eternidad, hacia el encuentro personal y definitivo con el Supremo Juez, Jesús Misericordioso. Ahora bien, el tener este destino de eternidad y el tener la luz de la fe, que permite vislumbrar la vida futura en el Reino de los cielos, no depende de nosotros, no surge de nuestra naturaleza, sino que es un don absolutamente gratuito, recibido en el Bautismo y el cual debe ser custodiado y acrecentado, por la fe, la oración y el amor a Dios y al prójimo manifestado en las obras de misericordia.
         Los cristianos estamos llamados a ser “sal de la tierra” y “luz del mundo”, pero Jesús lo advierte bien claro: si la sal no sala y si la luz no alumbra, no sirven, ni la sal, ni la luz: “Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa”. La sal que no sala y la luz que no alumbra, es el católico que, habiendo recibido la instrucción catequética; habiendo conocido las verdades fundamentales de nuestra fe; habiendo conocido los dogmas de nuestra Santa Religión Católica; habiendo recibido la Comunión y la Confirmación y sabiendo que sin practicar la fe no puede salvarse, vive sin embargo como ciego, sordo y mudo, como si nunca se hubiera enterado de nada y así pasa por el mundo y por la vida como si fuera un pagano y no un católico; es el católico que no da testimonio de Jesucristo, en la vida cotidiana. Es el católico que acude a los chamanes y brujos; es el católico que confía en el horóscopo y en la lectura de cartas y no en el Amor providente de Dios; es el católico que rinde culto a ídolos demoníacos, como San La Muerte; es el católico que se deja dominar por las pasiones, la avaricia, la envidia, la ira, el orgullo, la soberbia, la pereza, sea espiritual que corporal; es el católico que abandona la fe, la oración, la Santa Misa, por la acedia y por las atracciones del mundo o, peor aún, es el católico que, asistiendo a la Iglesia, se comporta como pagano.

         “Ustedes son la sal de la tierra (…) Ustedes son la luz del mundo”. ¿De qué manera dar sabor a la vida, con la sal de la gracia, e iluminar el mundo, con la luz de la gracia? Con la observancia de los Mandamientos y de los preceptos de la Iglesia y con el testimonio de las obras de misericordia, que demuestran la fe, tal como lo dice Jesús: “Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo”.

miércoles, 1 de febrero de 2017

“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”


“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?” (Mc 6, 1-6). Los propios habitantes del pueblo de Jesús, sus vecinos, aquellos que lo habían visto crecer, al ver sus milagros y al escuchar la sabiduría celestial que viene de Jesús, no pueden dar crédito a lo que ven y oyen, y se admiran de que, siendo uno más del pueblo, sea capaz de hacer milagros y de hablar con sabiduría celestial: “¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”. Ven a Jesús como al “carpintero”, al “hijo de María”; es decir, lo ven como a un hombre más, uno más entre tantos, uno más entre ellos. No pueden percibir que los milagros que hace, son una demostración de su omnipotencia divina y por lo tanto revelan su condición divina; no se dan cuenta de que su sabiduría es celestial, porque Él es la Sabiduría encarnada; Él es el Hijo de Dios, el Verbo de Dios, la Palabra, el Logos del Padre. Y no lo pueden hacer porque no tienen la luz del Espíritu Santo, que es Quien hace ver quién es Jesús en realidad: el Espíritu Santo enseña al alma que Jesús no es simplemente “el hijo de María”, sino que es el Hijo de Dios Encarnado y María es su Madre, la Madre de Dios.

Al no tener la luz del Espíritu Santo, ven a Jesús con la débil e insuficiente luz de la razón humana, y así creen que Jesús es un hombre más entre tantos; creen que la Virgen María no es Virgen; creen que el matrimonio meramente legal con San José es un matrimonio como cualquier otro. Cuando no se tiene la luz del Espíritu Santo, que permite contemplar la Escritura y los misterios sobrenaturales de la vida del Hombre-Dios tal como Dios los ve, entonces se rebajan las Sagradas Escrituras y el misterio de la salvación a la pobre capacidad de la razón humana, racionalizando y nivelando el misterio al nivel de lo que la razón humana puede comprender, y rechazando todo el misterio sobrenatural que viene del seno mismo de Dios Trino. Sin la luz del Espíritu Santo, la razón humana es incapaz de contemplar “los misterios de la fe” que se actualizan en la Santa Misa: el misterio del Hombre- Dios, el misterio de la Madre de Dios, el misterio de la Sagrada Familia, el misterio de la Encarnación del Verbo con la prolongación de esta Encarnación en la Eucaristía. Sin la luz de la fe, la razón dice de Jesús que sólo es un hombre más, que la Virgen María no era virgen, que la Eucaristía es sólo un poco de pan bendecido. Sin la luz del Espíritu Santo, la mente humana sólo arroja sombras al luminoso y celestial misterio del Cordero de Dios, Jesucristo, llamándolo “el carpintero, el hijo de María”.