lunes, 30 de abril de 2018

“El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”


"Santísima Trinidad"
(Rublev)

“El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él” (Jn 14, 21-26). En una sola frase, Jesús revela dos de los más grandiosos secretos de la religión católica: la composición de Dios como Trinidad de Personas y la inhabitación trinitaria en el alma del justo. En efecto, Jesús dice que “quien lo ame”, demostrará ese amor no con meras declaraciones, sino por el cumplimiento de su palabra. Esto quiere decir, entre otras cosas, que quien lo ame se esforzará, por ejemplo, en perdonar a su enemigo, en llevar la cruz de cada día, en imitarlo a Él en la mansedumbre y la humildad, pero como para todo esto es necesario un amor sobrenatural, quiere decir que quien lo ame y cumpla sus palabras, lo hará con un amor sobrenatural y ese amor sobrenatural en Dios se llama Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo, el Amor de Dios, el que hará que el justo ame a Jesús y cumpla su palabra. Aquí, entonces, está revelado el misterio de la Trinidad, porque Dios Espíritu Santo es la Tercera Persona, mientras que las otras Personas son el Padre y el Hijo. Luego, Jesús revela la doctrina de la inhabitación trinitaria en el alma del justo: aquel que, movido por el Espíritu Santo, lo ame y cumpla su palabra, recibirá la gracia inimaginable de la inhabitación del Padre y del Hijo -junto al Espíritu Santo, que es el que hace posible esta inhabitación- en su corazón: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”. Es decir, es el Amor de Dios, la Tercera Persona de la Trinidad, la que, enviada por el Padre –“mi Padre lo amará”-, la que hace que el justo ame a Jesús y cumpla su palabra y reciba, en consecuencia, la inhabitación del Padre y del Hijo, esto es, la Presencia personal de Dios Padre y de Dios Hijo.

“El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”. Amar a Jesús y desear cumplir su palabra más que nada en este mundo, es ya señal de la Presencia y actuación del Espíritu Santo en el alma. Llevar a cabo este deseo, en la fidelidad a los Mandamientos de Jesús, significa para el cristiano una “recompensa”, si así se puede decir, que supera todo lo que nuestra limitada razón -aun auxiliada por la gracia- pueda comprender: la inhabitación, por el Amor de Dios, del Padre y del Hijo.

jueves, 26 de abril de 2018

“El que parte mi pan, se volvió contra mí”




"El que parte mi pan, se volvió contra mí” (Jn 13, 16-20). Jesús no solo anticipa su Pasión y muerte, sino que además revela algo que estremece de temor a sus Apóstoles: alguien, surgido del seno mismo de la Iglesia naciente –y aún más, de entre los sacerdotes ordenados por el Señor en la Última Cena-, lo traicionará: “El que parte mi pan, se volvió contra mí”. Se refiere a Judas Iscariote quien, siendo sacerdote y habiendo sido llamado “amigo” por Jesús, lo entrega sin embargo por treinta monedas de plata, quedando poseído por el Demonio –“cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”-, para luego suicidarse por ahorcamiento.
“El que parte mi pan, se volvió contra mí”. Judas no es el único en traicionar a Jesús y las palabras de Jesús pueden dirigirse también a nosotros en la Santa Misa cuando comulgamos indignamente y la razón es que todo pecado, cualquier pecado, es una traición al Amor de Dios revelado en Jesús. El pecado es una traición a Jesús y a su Amor porque toda vez que pecamos elegimos el mal antes que a Jesús, que es el Bien y el Amor infinitos, cometiendo el mismo error de Judas Iscariote.
No entreguemos a Jesús; no lo traicionemos por los vanos y falsos atractivos del pecado. Al igual que Juan Evangelista, que eligió escuchar los latidos del Sagrado Corazón de Jesús y no el frío tintinear de las monedas de plata, como hizo Judas Iscariote, también nosotros pidamos la misma gracia, la de escuchar los dulces latidos del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús y no el frío tintinear de las monedas de plata. Para eso, pidamos a Nuestra Señora de la Eucaristía la gracia de la perseverancia final en la fe, en el amor y en las obras de misericordia, para que elijamos siempre vivir en gracia y evitar traicionar a Jesús con el pecado.

“Sus padres en el desierto comieron el maná y murieron”



“Sus padres en el desierto comieron el maná y murieron” (Jn 6, 44-51). Jesús deja bien en claro el error de suposición en el que estaba el Pueblo Elegido: ellos pensaban que, en el exilio por el desierto, habían comido el pan celestial, al recibir el maná enviado por Yahvéh. Pero Jesús les aclara que no es así: ése no era el verdadero maná, porque ellos “comieron el maná y murieron”. El verdadero maná bajado del cielo, dado por el Padre, da la vida eterna, esto es, la vida divina absolutamente sobrenatural de Dios, que brota del Acto de Ser divino trinitario como de su fuente inagotable. Quien come de este Pan, dice Jesús, aunque muera, vivirá, porque el que coma de este pan incorporará a sí a Dios Hijo en Persona, y Dios “es su misma eternidad”, como dice Santo Tomás de Aquino.  
“Sus padres en el desierto comieron el maná y murieron”. Los hebreos comieron el maná, un pan bajado del cielo, pero murieron, porque no era el verdadero maná, sino una figura del que habría de venir, Jesús en la Eucaristía. La Eucaristía es el Verdadero Maná bajado del Cielo, dado por Dios Padre al Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica. La Eucaristía contiene al Acto de Ser divino trinitario, del cual brota la Vida divina trinitaria la cual es incoada en esta vida a quien comulga la Eucaristía con fe y con amor. Ésa es la razón por la cual quien se alimenta de la Eucaristía, muere a esta vida terrena, pero en el mismo momento, la vida divina contenida en él por haberse alimentado del Pan bajado del cielo, se despliega en su plenitud y así su vida mortal se convierte en vida divina, en participación a la vida divina trinitaria. El que se alimenta de la Eucaristía en el desierto de la vida, al morir terrenalmente, comienza a vivir con la Vida divina de la Trinidad y por eso no muerte una segunda muerte, sino que comienza a vivir para siempre, en el Amor de Dios. Para siempre.

martes, 24 de abril de 2018

“Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen”




“Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10,22-30). Después de que Jesús les revelara que Él es el Buen Pastor, le exigen a Jesús que les diga si Él es el Mesías o no. Jesús les dice que Él ya se los ha dicho y que ellos no lo escuchan porque no lo conocen, es decir, no son sus ovejas, y por eso no lo conocen: “Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí, pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas”. Las obras que hace Jesús –sus milagros- son las que hablan de Él y dan testimonio de Él, pero como no son sus ovejas, no lo reconocen. Sus ovejas sí lo conocen y sí saben escuchar su voz: “Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen”.
En la actualidad, muchos abandonan la Iglesia después de hacer el Catecismo y la Confirmación y así demuestran que no son ovejas de Cristo y que no reconocen su voz ni tampoco sus obras. Su Obra de Dios Mayor es la Eucaristía, pero la inmensa mayoría de los católicos no parece tener en cuenta qué es la Eucaristía y por eso, una vez hecho el Catecismo, dejan la Iglesia.
El Buen Pastor nos habla desde la Eucaristía, acudamos ante el llamado de su voz y postrémonos ante su Presencia Eucarística. Si somos sus ovejas, reconoceremos su voz y lo adoraremos en la Eucaristía.

viernes, 20 de abril de 2018

“Yo soy el buen Pastor”




(Domingo IV - TP - Ciclo B – 2018)

“Yo soy el buen Pastor” (Jn 10, 11-18). Jesús utiliza la imagen de un pastor y su rebaño, además de los malos pastores y del lobo, para graficar la realidad de su Iglesia y de la vida sobrenatural que en ella se desarrolla. También utiliza la imagen de ovejas que no están en su redil, de momento, pero que le pertenecen, para indicar que la acción evangelizadora de la Iglesia debe extenderse hacia ellos indicando así cuál es el verdadero ecumenismo, el ecumenismo en el que toda la humanidad debe convertirse a Él, al Cristo en el que cree la Religión Católica lo que significa que toda la humanidad debe pertenecer a la religión católica. Es esto -que toda la humanidad debe convertirse a la religión católica-, lo que Jesús le dice a Sor Faustina: “La humanidad no encontrará la paz hasta que no vuelva con confianza a mi Misericordia”. Y como su Misericordia es Él que es Dios mismo, porque Dios es su misma Misericordia, lo que Jesús nos dice es que toda la humanidad tiene que entrar en ese redil suyo que es la Iglesia Católica.
En esta imagen del Buen Pastor, Jesús revela la composición de su Iglesia, compuesta por ovejas que están en el redil y por otras que deben ingresar aún; revela además los peligros que amenazan a su Iglesia, principalmente el Demonio, figurado en el lobo que acecha a las ovejas y en los malos pastores que, en vez de cuidar de las ovejas advirtiéndoles de los peligros que pueden causar su eterna condenación –comenzando por el no dominio de las pasiones y las atracciones del mundo sin Dios-, no les advierten de la existencia y peligrosidad del Lobo infernal, anestesiando su capacidad de reacción frente al Ángel caído. Jesús advierte entonces contra el Demonio, pero también contra los aliados del Demonio, los mismos sacerdotes de la Iglesia Católica que, cometiendo apostasía, entregarán a la Iglesia al enemigo de las almas ocultando la presencia y el accionar del Demonio, descuidando la doctrina –los que enseñan que Jesús no es Dios o que “no había registradores en tiempos de Jesús y por eso todo lo que sabemos de Él es relativo- y la liturgia –convirtiendo la Santa Misa en un show grotesco e indigno, con bailes, cánticos anti-litúrgicos, aplausos, etc.-, sobre todo la Eucarística. Otros peligros contra los que Jesús advierte son los falsos pastores, es decir, a aquellos que, haciéndose pasar por cristianos, no pertenecen a la Iglesia Católica y enseñan doctrinas cismáticas y heréticas –por ejemplo, los mormones, que se hacen llamar “Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”, pero no son cristianos sino paganos y panteístas, o la infinidad de sectas protestantes, que enseñan doctrinas perversas, como la Teología del dinero, por ejemplo-.
Para comprender en su sentido recto a esta parábola, es necesario entonces considerar que las imágenes del pastor, del rebaño, de las ovejas fuera del redil, de los malos pastores y del lobo, representan a realidades sobrenaturales. Así, Jesús compara a su Iglesia con un rebaño de ovejas; las ovejas somos los bautizados y Él es el Buen Pastor que cuida de sus ovejas; el redil, es decir, el corral donde las ovejas descansan, es la Iglesia Católica, con su Magisterio, su Doctrina, su Tradición y su Biblia, la Biblia Católica. Los pastos verdes y el agua hacia donde el buen pastor conduce sus ovejas, son la Eucaristía y los sacramentos que conceden la gracia santificante, alimentando a las almas con la gracia, que las hace participar de la vida divina de la Trinidad. Las ovejas que de momento no están en el corral pero que pertenecen a Él, son aquellos que no están bautizados en la Iglesia Católica y que pertenecen a otras confesiones religiosas –incluso ateos-, pero que están destinados a recibir la gracia de la conversión y del bautismo sacramental, que los hará ingresar en la verdadera y única iglesia de Dios Trino, la Iglesia Católica. Así Jesús indica cuál es el verdadero ecumenismo, el indicado a Santa Faustina: que toda la humanidad se convierta a Él, Jesús Misericordioso, el Jesús de la Iglesia Católica, el Dios de la Eucaristía, el Dios del sagrario. Pero como para poder unirse a Él en la Eucaristía es necesario estar bautizados en la Iglesia Católica y recibir la Doctrina católica sobre el Hombre-Dios, Jesús está afirmando que el verdadero y único ecumenismo es el que lleva a las almas a convertirse a Él, el Jesús católico y no el Jesús evangelista, o el Jesús de la Nueva Era[1], o el Jesús panteísta de Theillard de Chardin o cualquier otro Jesús que no sea el Jesús Eucarístico, el Hijo de Dios proclamado en el Credo católico. El lobo que acecha a las ovejas es el Demonio, solo que es infinitamente más peligroso que el lobo creatura, ya que éste lo máximo que puede hacer, movido por su instinto salvaje, es destrozar la tierna carne de las ovejas con sus dientes afiladas mientras que el Lobo Infernal, el Demonio, destroza a las almas con las garras afiladas de la tentación y el pecado, quitándoles la vida de la gracia y matando sus almas al hacerlas cometer el pecado, sobre todo, el pecado mortal. La vida que da el Buen Pastor –“el buen Pastor da su vida por las ovejas”- es la entrega literal de su vida en la Cruz y la actualización de esa entrega en la renovación sacramental del sacrificio de la cruz en cada Santa Misa, por la Eucaristía.
“Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a mí (…) y doy mi vida por las ovejas”. En la actualidad, por el destrato que dan a la Eucaristía, muchas ovejas no parecen conocer la voz del Pastor, que nos habla desde el sagrario. El Buen Pastor nos habla desde la Eucaristía y nos advierte que el Lobo infernal está en el mundo; así como un pastor llama a sus ovejas, así el Buen Pastor Jesucristo nos llama desde el sagrario y los que reconocemos su voz debemos acudir ante Él y postrarnos ante su Presencia Eucarística y así ser protegidos del Lobo infernal y ser preservados de la noche oscura que se avecina; debemos escuchar la voz del Buen Pastor que nos llama desde la Eucaristía, para recibir el consuelo del Amor de su Sagrado Corazón y para prepararnos para ingresar, amparados por su gracia y misericordia, el día en el que el Buen Pastor nos llame, al Reino eterno de los Cielos.



[1] Esta creencia grotesca afirma, entre otras cosas absurdas, que Jesús sería el capitán de una confederación intergaláctica, esperando aterrizar llegado el momento.

“¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?”



“¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52-59). Los judíos se escandalizan falsamente frente a la revelación de Jesús de que quien quiera tener vida eterna, debe comer su carne y beber su sangre. Por la expresión que utilizan, se imaginan algo así como una especie de canibalismo: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?”. La razón del falso escándalo es que interpretan las palabras de Jesús de un modo material y lo hacen porque no tienen la luz de la gracia que les permita comprender el significado sobrenatural último y único que tienen sus palabras. Los judíos se escandalizan porque interpretan a Jesús con la escasa luz de su razón humana, absolutamente insuficiente para poder alcanzar el misterio sobrenatural de la revelación de Jesús. Con la sola luz de la razón natural es completamente imposible captar la profundidad sobrenatural de la revelación de Jesús; es algo equivalente a navegar en la superficie del mar, pero sin introducirse en las profundidades marinas distantes miles de metros de esa superficie. Con la luz de la razón natural no se distingue entre realidad natural y sobrenatural; se ve todo como si fuera una sola cosa y lo que se ve es solo lo que aparece, no lo que es en realidad, en su realidad sobrenatural.
Cuando Jesús dice que quien quiera tener vida eterna debe “comer su carne y beber su sangre”, se está refiriendo sí a su cuerpo y su sangre, literalmente, pero habiendo ya pasado el misterio pascual de muerte y resurrección, es decir, habiendo ya recibido su Cuerpo Santísimo y su Sangre Preciosísima la glorificación de parte de Dios Trino.
“Jesús les respondió: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes”. Al igual que a los judíos, también a los católicos -a la inmensa mayoría de los católicos- les sucede lo mismo: ven las realidades del Catecismo con la sola luz de la razón natural y así no entienden las realidades últimas sobrenaturales que están significadas en las naturales, como por ejemplo, el pan y el vino que han recibido la transubstanciación, significan el Cuerpo y la Sangre del Señor y ya no más pan y vino terrenos. La Eucaristía es el Cuerpo y la Sangre del Señor, real y verdaderamente y a tal punto es así que quien come la Carne y bebe la Sangre de Jesús tiene vida eterna y Él lo resucitará en el último día: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”. Si la Eucaristía fuera solo pan y vino, entonces el que comulgara no tendría vida eterna y no sería resucitado por Jesús en el último día, con lo que las palabras de Jesús no serían verdad. Pero sí lo son y por lo tanto la Eucaristía es la verdadera comida y la verdadera bebida: “Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida”.
El problema es que la inmensa mayoría de católicos comete el mismo error de los judíos: cuando reciben la revelación contenida en el Catecismo, lo hacen solo con la luz de la razón natural y por lo tanto, dejan de creer que la Eucaristía es la Carne y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo; escuchan y creen materialmente y en el fondo, no creen que el pan sea la Carne de Jesús y no creen que el vino sea su Sangre. Y esto es lo que conduce a la apostasía generalizada que vive la Iglesia hoy. Si los niños, jóvenes y adultos creyeran con la luz de la fe, entonces comprenderían que la Eucaristía no es pan y vino, sino la Carne y la Sangre del Señor Jesús y acudirían a la Iglesia, sino en masa, al menos en mayor cantidad que la actual, para recibir el don del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

miércoles, 18 de abril de 2018

“Yo Soy el Pan de Vida”




“Yo Soy el Pan de Vida” (cfr. Jn 6, 35-40). Jesús es Pan de Vida eterna porque a quien lo recibe en la Eucaristía, le concede la participación en la vida divina del Ser trinitario. A diferencia del pan terreno, el pan hecho con harina de trigo y agua, que da vida solo en un sentido figurado por cuanto evita la muerte por inanición y es para una vida puramente material, el Pan de Vida eterna que es Jesús en la Eucaristía, parece pan material pero no es pan material, sino el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y alimenta, más que el cuerpo, el alma, con la substancia humana glorificada unida hipostáticamente a la divinidad del Verbo, más la substancia divina del Cordero de Dios. Es la razón por la cual quien se alimenta de este Pan ya no tiene más hambre y sed de Dios, porque el hambre y sed de Dios quedan sobreabundantemente saciadas.

“Yo Soy el Pan de Vida, el que viene a Mí jamás tendrá hambre”



“Yo Soy el Pan de Vida, el que viene a Mí jamás tendrá hambre” (Jn 6, 30-35). Le preguntan a Jesús qué signos hace para que crean en Él y le dan como ejemplo el pan del cielo, el maná, dado por Moisés al pueblo en el desierto. El maná es el signo de Moisés; ahora ellos quieren un signo de Jesús.
Pero Jesús sorprende con la afirmación de que no fue Moisés quien les dio “el verdadero pan de vida”, sino que es su Padre Dios quien da el verdadero pan y de vida porque es un pan venido del cielo y porque da Vida divina a quien lo consume. El pan que dio Moisés venía del cielo, sí, pero no era el verdadero, sino una figura del verdadero y único Pan de Vida dado por Dios Padre y es un Pan que, a diferencia del maná, concede la Vida eterna para el sustento del alma y no solamente del cuerpo, como lo era el maná recibido por los israelitas en el desierto. Entonces le piden: “Señor, danos siempre de ese pan”. Jesús les responde afirmando que Él, a quien están viendo, es el Verdadero Pan de Vida, el Verdadero Maná, el Pan bajado del cielo y que quien se alimente de este Pan, que su Cuerpo y su Sangre, “jamás tendrá hambre ni sed”: “Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed”.
Jesús en la Eucaristía, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad, y todo el Amor de Dios contenido en su Sagrado Corazón Eucarístico, es el Verdadero y Único Pan de Vida, que concede la Vida divina del Ser divino trinitario a quien lo consume, saciando el hambre y la sed que de Dios tiene el alma desde el instante mismo en el que es creada. Sólo el Verdadero Pan de Vida, la Eucaristía, puede saciar la sed y hambre de Paz, Amor, Justicia, Misericordia, Alegría, que posee toda alma desde su creación.

sábado, 14 de abril de 2018

“(…) les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras”



(Domingo III - TP - Ciclo B – 2018)

         “(…) les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras” (Lc 24, 35-48). Jesús resucitado se aparece en medio de los Apóstoles, los cuales estaban escuchando el testimonio de los discípulos de Emaús, encontrándose incrédulos, como lo relata en otra parte el Evangelio. Ya se habían mostrado incrédulos cuando María Magdalena y las otras santas mujeres les habían relatado que Jesús se les había aparecido resucitado. Y ahora, cuando Jesús se les aparece a ellos en Persona, continúan manifestando incredulidad, según lo relata el Evangelio: “Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu”. De tal manera se muestran incrédulos, que Jesús les tiene que decir que Él no es un espíritu, un fantasma, sino Él en Persona, resucitado y glorioso. Les reprocha su incredulidad: “¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas?” y además les pide que toquen su Cuerpo, para que comprueben que es el mismo Cuerpo que tenía antes de la Resurrección: “Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo”, y “les mostró sus manos y sus pies”. Incluso les pide algo para comer: “¿Tienen aquí algo para comer?”.
Les pide algo para comer, come un trozo de pescado asado y luego les explica su misterio pascual: “Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos”.
Luego Jesús hace algo, narrado por el Evangelio: “Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras”. Aunque ya les había explicado su misterio pascual, ahora vuelve a hacerlo, luego de “abrirles la inteligencia”, a lo que le agrega ahora el mandato de ir a predicar el Evangelio, la Buena Noticia de su muerte y resurrección “a todas las naciones”, es decir, a todo el mundo: “Y añadió: “Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto”.
Hay un claro “antes y después” de que Jesús les “abra la inteligencia”: antes, están atemorizados, turbados, incrédulos y aunque ven a Jesús resucitado y escuchan de Él su misterio pascual, parecen no comprender lo que Jesús les dice, porque sus actitudes no cambian. Pero cuando Jesús sopla sobre ellos el Espíritu Santo, éste les “abre la inteligencia”, de manera que se vuelven capaces de conocer como Dios se conoce y de amar a Dios como Dios se ama; son capaces de reconocer a Jesús resucitado y glorioso; son capaces de salir del encierro en el que están “por temor a los judíos”, porque ahora poseen la Sabiduría, el Amor y la Fortaleza misma de Dios Trino, que les es participada por la gracia; son capaces de salir por el mundo entero a predicar que Jesús es  el Hombre-Dios que, con su sacrificio en cruz, ha vencido al Demonio, a la Muerte y el Pecado, nos ha concedido la gracia de la filiación divina, nos ha abierto las puertas del Cielo, nos ha librado de la eterna condenación en el Infierno y ha ido a prepararnos una habitación en la Casa del Padre para que, al final de nuestras vidas terrenas, seamos capaces de habitar para siempre en el Reino de los Cielos. Pero todo esto lo pueden comprender y pueden salir a evangelizar sólo después de que Jesús “les abriera la inteligencia” por la infusión del Espíritu Santo en sus almas. Sólo así, los Apóstoles pueden superar los estrechos límites de la razón humana que les impide contemplar y comprender los sublimes misterios sobrenaturales del Hijo de Dios. Antes de que Jesús “les abriera la inteligencia”, los Apóstoles sencillamente no comprendían lo que pasaba; ni siquiera eran capaces de reconocer a Jesús resucitado y glorioso, aun cuando lo tenían frente a sus propios ojos.
“(…) les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras”. La inmensa mayoría de los niños que cursan Catecismo de Comunión y Confirmación, como así también la inmensa mayoría de jóvenes y adultos que han recibido la instrucción sobre la fe, se encuentran en el estado de los Apóstoles antes de que Jesús “les abra la inteligencia”: no comprenden de qué se trata la religión católica y la prueba está en que no valoran ni entienden en qué consisten los sacramentos, principalmente el Bautismo, la Confesión sacramental, la Eucaristía y mucho menos entienden lo que es la Santa Misa. Es lógico que así sea, porque todo esto son prolongaciones y actualizaciones sacramentales del misterio pascual de Jesús, de su gloriosa Pasión, Muerte y Resurrección. Si queremos que esta apostasía que estamos viviendo, que vacía nuestras iglesias y llena estadios de fútbol y paseos de diversión los domingos, finalice, debemos implorar, por intermedio de María Santísima, Mediadora de todas las gracias, que también a nosotros Jesús nos sople el Espíritu Santo para que “abra nuestras inteligencias” a los misterios sobrenaturales de nuestra Santa Religión Católica.



viernes, 13 de abril de 2018

El Hombre-Dios multiplica milagrosamente los panes



         “Jesús tomó los panes (…) y los pescados (…) dándoles todo lo que quisieron” (Jn 6, 1-15). Contrariamente a lo que afirma una exégesis racionalista, de que Jesús no multiplicó los panes sino que lo que hizo fue “despertar” la bondad de quienes asistían a sus prédicas para que estos compartieran sus panes y peces con los que nada tenían, la interpretación católica de este pasaje afirma que Jesús, el Hombre-Dios, realizó un verdadero milagro –es decir, usó su poder divino a través de su Humanidad santísima- y multiplicó los panes y los peces. La hipótesis que sostiene que el milagro de Jesús no fue de orden material, sino de orden moral y que consistió en lograr que, por su buen ejemplo, los que tenían algo para comer compartieran con los que no habían llevado nada, es de origen protestante y en un todo contraria a la Tradición, al Magisterio de la Iglesia y al recto sentido de las Sagradas Escrituras dado por los santos, teólogos, doctores y Padres de la Iglesia, quienes interpretaron siempre en un modo unívoco este pasaje: Jesús obró un verdadero milagro al multiplicar los panes y los peces y así dio de comer a una multitud, que estaba hambrienta corporalmente, al tiempo que demostraba, con ese milagro, que lo que Él decía de sí mismo era verdad: Él era Dios Hijo encarnado, por cuanto solo Dios puede hacer un milagro de este orden.
         En verdad, es más fácil explicar el milagro material –la interpretación católica- que el no-milagro o milagro meramente moral –la interpretación protestante, atea y agnóstica-. En efecto, siendo Cristo Dios, poseía la omnipotencia divina, el poder divino, el mismo poder divino con el cual Él creó –en unión de intención y voluntad con el Padre y el Espíritu Santo- la materia del universo visible, las almas humanas, las almas animales y las almas vegetales; poseía el mismo poder divino con el cual la Trinidad creó el universo espiritual -para nosotros invisible- de los ángeles, una parte de los cuales se rebeló contra el Divino Amor por propia voluntad. Al poseer esta inmensa fuente de energía divina, podemos decir así, con la cual Dios creó el universo visible e invisible, hacer un prodigio, como la creación de la nada de los átomos y moléculas materiales correspondientes a las materias del pan y de los pescados, no constituía nada, por así decir, con respecto al milagro que Dios había hecho en cuanto Creador del universo visible e invisible. Así se explica este milagro en el sentido ortodoxo católico, que es el sentido de toda la Tradición y el Magisterio y de las mismas Escrituras.
         Es mucho más difícil, por engorroso y por no ajustarse a la verdad, explicar este pasaje según la doctrina protestante, atea y agnóstica, que sostiene que Jesús hizo solo un milagro de orden moral y no material.
         “Jesús tomó los panes (…) y los pescados (…) dándoles todo lo que quisieron”. Si con este milagro Jesús demostró amor y compasión por los que tenían hambre corporal, con nosotros demuestra un amor infinitamente más grande, porque en cada Santa Misa multiplica para nosotros, no carne de pescado y pan material, sino la Carne del Cordero de Dios y el Pan Vivo bajado del cielo, la Sagrada Eucaristía, para saciar no nuestra hambre corporal, sino nuestra hambre espiritual de Dios: sacia nuestras almas con el Ser divino trinitario contenido en la Sagrada Eucaristía.

jueves, 12 de abril de 2018

“El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra”



"La adoración de la Bestia"

“El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra” (Jn 3, 31-36). Frente a la incomprensión tanto de parte de los judíos como de sus mismos Apóstoles, ante la revelación de su misterio pascual de muerte y resurrección, Jesús revela la causa de porqué eso sucede: porque pertenecen a la tierra y no al cielo y por lo tanto no pueden comprender la Verdad Absoluta de Dios revelada por Él, porque va más allá de la razón, porque es supra-racional. Los judíos –no quieren creer- y los Apóstoles –no entienden lo que Jesús les dice- demuestran, con su rechazo –directo y explícito en los judíos, indirecto e implícito en los segundos- a Jesucristo, por un lado, que sus mentes y sus almas y corazones pertenecen a la tierra, a esta vida, y que a pesar de verlo y escucharlo a Él en persona, siguen pensando con los criterios humanos, sin poder ir más allá de lo que la limitada razón puede ir. En el fondo, tanto los judíos como los Apóstoles, se construyen un Jesús humano: para los judíos, era solo un hombre que blasfemaba al auto-proclamarse Hijo de Dios; para los Apóstoles, es un Maestro, un rabbí, que da hermosas clases de moral y que quiere fundar una nueva religión fuera de la judía, pero aun lo ven como a un hombre. Y todo, a pesar de sus milagros, que prueban que lo que Él dice de sí mismo, que es Dios Hijo, es verdad, porque nadie, si no es Dios, puede hacer los milagros que Él hace. Solo cuando Jesús resucitado sople el Espíritu sobre ellos y “les abra la inteligencia”, sus mentes humanas podrán, por la gracia, participar de la mente divina y así podrán conocer a Dios como Él mismo se conoce. Mientras tanto, son de la tierra, pertenecen a la tierra y solo hablan cosas de la tierra.
“El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra”. Muchos cristianos, en nuestros días –sin importar el lugar que ocupen en la jerarquía de la Iglesia-, muestran la misma actitud de los judíos y de los Apóstoles: piensan con sus categorías humanas, terrenas, y se construyen una religión humana, terrena, con un Jesús humano y terreno. En esta Iglesia no hay lugar para milagros, ni para el Hombre-Dios, ni para su Presencia Eucarística, ni para la Madre de Dios, ni para el Cielo, ni para el Purgatorio, ni para el Infierno, porque sencillamente, todo eso no entra en la categoría de pensamientos de la tierra. Pero “el que es de la tierra, pertenece a la tierra y habla de la tierra”, no es de Dios, no ha nacido del Espíritu de Dios, no pertenece al Cielo y no habla del Cielo y no adora al Cordero de Dios, sino que adora a la Bestia. Ésta es la razón por la cual es imprescindible pedir, insistentemente, la luz del Espíritu Santo, para que ilumine las “tinieblas y sombras de muerte” en las que estamos inmersos, mientras vivamos en esta tierra.

martes, 10 de abril de 2018

“Ustedes tienen que renacer de lo alto”



“Ustedes tienen que renacer de lo alto” (Jn 3, 7b-15). Hablando con Nicodemo, Jesús le revela que el cristiano “debe renacer de lo alto” y acto seguido le dice indirectamente en qué consiste ese renacimiento de lo alto: es un nacimiento nuevo, distinto al nacimiento biológico, porque es un nacimiento producido por la acción del Espíritu Santo, al cual compara con el viento: “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu”. Con este ejemplo gráfico del Espíritu con el viento, entonces puede decirse que el cristiano es como la hoja de un árbol: cuando no hay viento, la hoja está quieta, inmóvil, como si no tuviera vida, pero cuando “sopla el viento donde quiere”, entonces la hoja se mueve, como cobrando vida: es el corazón del cristiano que, ante el soplo del Santo Espíritu de Dios, vibra con la vida nueva de la gracia, dejando atrás las obras muertas del hombre viejo.
“Ustedes tienen que renacer de lo alto”. Este “renacer de lo alto” es absolutamente imprescindible para poder vivir los misterios sobrenaturales que implican el ser cristianos; de lo contrario, el cristiano permanece cristiano solo nominalmente, sin dar crédito –sin entender- en qué consiste el verdaderamente ser cristiano, limitándose a vivir una vida puramente natural, moralmente buena con toda seguridad, pero puramente natural, porque no ha comprendido que el bautismo sacramental lo ha insertado en un Cuerpo Vivo, el Cuerpo Místico del Hombre-Dios, que está animado por el Espíritu Santo, Alma y Vida de este Cuerpo Místico, así como el alma es la vida del cuerpo. A esta incomprensión de lo que significa el ser cristiano es a lo que Jesús se refiere cuando dice: “Si no creen cuando les hablo de las cosas de la tierra, ¿cómo creerán cuando les hable de las cosas del cielo?”. Es necesario el renacer de lo alto, del Espíritu Santo, para poder comenzar a vivir la vida de la gracia, que hace participar en la vida divina trinitaria y hace que el alma comprenda a Dios como Dios se comprende a sí mismo y que ame a Dios como Dios se ama a sí mismo. Esta nueva intelección y esta nueva capacidad de amar, dadas por la gracia, es lo que le permite al cristiano, además de vivir ya no solo con su vida natural, sino con la vida de la Trinidad, el comprender –aun en la nebulosa de lo que significan, porque nunca se comprende totalmente, incluso con la ayuda de la gracia- los misterios de la vida de Jesús, como por ejemplo, que Él, “que ha bajado del cielo”, deba ser “levantado en alto para atraer a todos hacia sí para que reciban la vida eterna”: “Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna”.
“Ustedes tienen que renacer de lo alto”. Si no se renace de lo alto, si el Espíritu no proporciona al alma la participación en el Intelecto y el Querer de Dios Trino, no se entiende el Sacrosanto Misterio de la Cruz y mucho menos su renovación incruenta y sacramental, el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa.

sábado, 7 de abril de 2018

Domingo in Albis



(Ciclo B – 2018)

Nuestro Señor Jesucristo se apareció a Santa Faustina Kowalska durante una serie de años y en una de las apariciones le confió a Sor Faustina que la Devoción a la Divina Misericordia habría de ser la última, antes de su Segunda Venida y que la señal de que su Segunda Venida estaba cerca, era esta imagen: “Habla al mundo de mi Misericordia, para que toda la humanidad conozca la infinita Misericordia mía (esta imagen) es una señal de los últimos tiempos, después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía queda tiempo, que recurran, pues, a la Fuente de mi Misericordia, se beneficien del Agua y la Sangre que brotó para ellos”[1]. Y también: “Antes del día de la justicia envío el día de la misericordia”. El mensaje central de Jesús Misericordioso a Santa Faustina Kowalska es que la Humanidad debe volverse a Él, que es la Misericordia de Dios encarnada, porque de lo contrario, “no tendrá paz”, y que Él está a punto de venir, en su Segunda Venida gloriosa: “Esta imagen es la última tabla de salvación para el hombre de los Últimos Tiempos (…) La humanidad no encontrará la paz, hasta que no se vuelva con confianza a mi Misericordia (…) Doy a la humanidad un vaso del cual beber, y es esta imagen (…) Anunciarás al mundo mi Segunda Venida”. Además, de las palabras de Jesús, se puede observar que parte también esencial del mensaje es que quien no quiera aprovechar la Misericordia de Dios, deberá comparecer ante la Justicia Divina: “Quien no quiera pasar por las puertas de mi Misericordia, deberá pasar por las puertas de mi Justicia”.
Cuando se considera a la Divina Misericordia, se puede caer en un error muy frecuente, que es el de negar la Justicia Divina y por lo tanto, negar el Infierno, lo cual no corresponde a la Fe católica. En las apariciones como Jesús Misericordioso, Nuestro Señor confirmó a la Iglesia en la verdadera doctrina de la Misericordia, que implica y comprende la doctrina sobre la Justicia Divina y el Infierno. Muchos pretenden que Dios es Misericordia, pero olvidan que también es Justicia y que si fuera sólo Misericordia, no sería Dios, porque dejaría sin castigo el mal, lo cual es injusto e impío.
         Forman parte del Ser divino trinitario tanto la Misericordia como la Justicia: Misericordia sin Justicia es impiedad; Justicia sin Misericordia es propio de un Dios que solo busca el castigo del mal, sin apiadarse de las miserias de sus creaturas, los hombres.
         La existencia del Infierno es una muestra de la Misericordia de Dios y del profundo respeto de la libertad de las creaturas –sean ángeles u hombres- que no desean estar con Él ni saber nada de Él. Para respetar la decisión de ángeles y hombres que no quieren amarlo ni adorarlo y no quieren servirlo, es que Dios Trino crea un lugar especial, en el que el ángel rebelde y el hombre pecador contumaz tienen lo que desean: un lugar en el que no está Dios Trino y al no estar Dios Trino, es un lugar en el que no hay Amor, sino odio; no hay paz, sino discordia; no hay gracia ni gloria divina, sino estado de pecado permanente. Y puesto que las respectivas voluntades de los ángeles y hombres rebeldes son definitivas y puesto que tanto el ángel como el hombre, una vez creados, viven para siempre –Dios no aniquila a sus creaturas-, el Infierno, el lugar creado para los que no quieren estar con Dios, es para siempre, es decir, es eterno, no termina nunca.
         Afirmar que porque Dios es Misericordioso no puede haber creado el Infierno es afirmar un error sobre Dios: precisamente, porque es Misericordioso, crea al Infierno para dar a la creatura aquello que la creatura quiere con todas las fuerzas de su ser: vivir para siempre sin la Presencia de Dios; vivir sin cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios; vivir sin saber nada de Dios. Jesús revela que el Infierno fue creado inicialmente para los ángeles, pero es el lugar al que van también todos aquellos que en esta vida se rehúsan, libre y voluntariamente, a hacer el bien, a obrar la misericordia y por lo tanto persisten en su malicia hasta el último suspiro de sus vidas. En el Día del Juicio Final, Jesús dirá a los réprobos, a los que libremente eligieron morir en pecado mortal, para no vivir en la gloria de Dios por la eternidad: “¡Apártense de mí malditos, al fuego eterno, creado para el Diablo y los ángeles!” (Mt 25, 41).
         Quienes niegan la existencia del Infierno con el pretexto de que Dios es misericordioso, o quienes afirman erróneamente que las almas que deberían ir al Infierno son aniquiladas, o quienes afirman también erróneamente que el Infierno está vacío, se apartan de la Fe católica y cometen el pecado de herejía e incurren en cisma ipso facto.          El Infierno existe, es real y el tormento del alma y del cuerpo para los condenados duran toda la eternidad. El Catecismo de la Iglesia Católica dice así: “La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Inmediatamente después de la muerte, las almas de aquellos que mueren en un estado de pecado mortal descienden al infierno, donde sufren los castigos del infierno, el “fuego eterno”. El principal castigo del infierno es la separación eterna de Dios, en quien sólo el hombre puede poseer la vida y la felicidad para la cual fue creado y por la que anhela”[2]. Y en el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica se afirma: “El infierno consiste en la condenación eterna de quienes, por libre elección, mueren en pecado mortal”[3]. Es decir, en el Catecismo se afirma, como verdad de fe definida, que el Infierno existe, que hay un tormento del alma y del cuerpo, que los que van allí van por propia culpa y que es para siempre.
         En sus apariciones a Santa Faustina Kowalska, Jesús no hace sino confirmar lo que la Iglesia enseña en su Catecismo y en su Magisterio: “Para la Justicia, tengo toda la eternidad; la Misericordia es para esta vida y los hombres deben aprovecharla. Quien no quiera pasar por la puerta de la misericordia, pasarán por la puerta de la Justicia”.
La doctrina sobre la Divina Misericordia es inseparable de la doctrina sobre el infierno porque uno y otro destinos eternos –cielo e infierno- están intrínsecamente unidos: el destino de los justos –los que mueren en estado de gracia, es decir, protegidos por los rayos de la Divina Misericordia-, es el Reino de los cielos, un estado de felicidad completa y total de alma y cuerpo; los impíos, los que mueren en pecado mortal por libre elección –son los que no quieren pasar por las puertas de la Misericordia y por lo tanto tienen que pasar por las puertas de la Justicia Divina-, tienen por destino eterno el infierno. Lo que caracteriza a los que mueren amparados por la Misericordia es que en esta vida querían “estar con Cristo” e hicieron todo lo que estaba a su alcance para vivir en gracia, evitar el pecado y obrar la misericordia; lo que caracteriza a los que desprecian a la Divina Misericordia es que se apartaron de Jesucristo en esta vida por el pecado mortal libremente deseado y no quisieron salir de ese pecado y no quisieron recibir la Divina Misericordia, por lo que reciben el justo castigo de la Justicia Divina y reciben lo que libremente eligieron, el pecado por toda la eternidad, el Infierno, en donde no está Jesucristo: el impío no quería a Jesús Misericordioso en esta vida y tampoco en la otra, por lo que Jesús Misericordioso no lo obliga a estar con Él y esta separación por toda la eternidad de Dios y su Amor es lo que se llama “Infierno”. Sin embargo, el pecador que, arrepentido, a acude a la Divina Misericordia, nunca es rechazado, sino que es recibido por Jesús y esto es contra quienes afirman que asesinos en masa como el nazista Hitler o los comunistas Stalin, Mao Tsé Tung, carniceros humanos que mataron a decenas de millones de personas, no pueden salvarse (y lo mismo vale para los herejes y cismáticos que, mucho peor que el pecado de matar el cuerpo, matan el alma de quienes los siguen). Aun así, siendo los asesinos más implacables que jamás haya conocido la humanidad, pueden salvarse, si acuden a la Divina Misericordia, porque la Divina Misericordia es insondable, como insondable es el Ser divino trinitario. Dice así Jesús a Sor Faustina: “No puedo castigar aún al pecador más grande si él suplica Mi compasión, sino que lo justifico en Mi insondable e impenetrable misericordia”. Y también: “Escribe de Mi Misericordia. Di a las almas que es en el tribunal de la misericordia donde han de buscar consuelo; allí tienen lugar los milagros más grandes y se repiten incesantemente. Para obtener este milagro no hay que hacer una peregrinación lejana ni celebrar algunos ritos exteriores, sino que basta acercarse con fe a los pies de Mi representante y confesarle con fe su miseria y el milagro de la Misericordia de Dios se manifestará en toda su plenitud. Aunque un alma fuera como un cadáver descomponiéndose de tal manera que desde el punto de vista humano no existiera esperanza alguna de restauración y todo estuviese ya perdido. No es así para Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura a esa alma en toda su plenitud. Oh infelices que no disfrutan de este milagro de la Divina Misericordia; lo pedirán en vano cuando sea demasiado tarde (…) Yo no puedo castigar al que confía en mi Misericordia. Castigo cuando se me obliga. Pero antes de venir como Juez el Día de la Justicia, Yo abro las puertas de mi Amor y concedo el tiempo de la Misericordia”. Pero el pecador, para recibir la Divina Misericordia, tiene que implorar perdón a Dios y hacer el propósito de enmienda. Porque también es verdad que quienes rechazan la Divina Misericordia, se condenan a sí mismos a un estado de sufrimiento de cuerpo y alma por toda la eternidad, en donde es el fuego el que combustiona tanto el alma como el cuerpo, aunque sin reducirlo nunca a cenizas, como sucede en la tierra con las cosas materiales atacadas por el fuego. Tanto la felicidad en el Cielo de los bienaventurados, como el dolor en el Infierno de los condenados, es eterno y aunque no tenemos experiencia de eternidad, podemos darnos una idea según el concepto de eternidad, que se opone al concepto de tiempo: el tiempo supone un antes y un después; la eternidad, por el contrario, supone una duración ilimitada, una permanencia interminable, no un antes y un después, sino un “durante”, un presente que no termina nunca. Una imagen que puede ayudar a entender la eternidad es la de un reloj pintado a las nueve en punto: por mucho que esperemos, nunca señalará las nueve y cinco[4].
Es verdad lo que dice la Escritura de que “Dios quiere que todos los hombres se salven”, pero eso es de parte de Dios, porque no todos los hombres quieren salvarse y Dios, en su voluntad divina, nos ama y respeta tanto, que “respeta la libertad de los hombres”[5], de manera que a nadie lleva al Cielo contra su voluntad. Éste es el sentido de las palabras de Jesús Misericordioso: “Antes de venir como Juez Justo abro de par en par la puerta de Mi misericordia. Quien no quiere pasar por la puerta de Mi misericordia, tiene que pasar por la puerta de Mi justicia……”[6].
        Acudamos a la fuente de la Divina Misericordia -la Confesión sacramental y la imagen de Jesús Misericordioso- mientras es el tiempo de la Misericordia.



[1] Cfr. Sor Faustina Kowalska, Diario, 848.

[2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1035.
[3] Cfr. Compendio, n. 212.
[4] Padre Jorge Loring. S.J., Para salvarte.
[5] Cfr. P. Loring, ibidem.
[6] Cfr. Sor Faustina Kowalska, Diario, 1146.

viernes, 6 de abril de 2018

Sábado de la Octava de Pascuas



(Ciclo B – 2018)

         “Les reprochó su incredulidad” (Mc 16, 9-15). La nota común para los Apóstoles, luego de la Resurrección de Jesucristo, es la incredulidad. En efecto, el Evangelio destaca las numerosas veces en las que los Apóstoles, antes de ver en Persona a Jesús, recibieron noticias por diversos canales distintos de que Jesús había resucitado, y sin embargo, persistieron en su incredulidad. El Evangelio señala algunas de las ocasiones en las que los Apóstoles, en vez de dar paso a la fe en las palabras de Cristo, de que habría de resucitar al tercer día, en vez de eso, se dejan llevar por su propia razón humana la cual, cuando no está iluminada por la luz de la gracia, es una luz tan débil que casi se asemeja a la oscuridad. El Evangelio narra en primer lugar el caso de María Magdalena, a la cual Jesús se le apareció en primer lugar, la cual fue a contarles que había visto a Jesús resucitado, pero ellos se mostraron incrédulos: “Jesús, que había resucitado a la mañana del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, aquella de quien había echado siete demonios. Ella fue a contarlo a los que siempre lo habían acompañado, que estaban afligidos y lloraban. Cuando la oyeron decir que Jesús estaba vivo y que lo había visto, no le creyeron”. Estaban “afligidos y lloraban” por la muerte de Jesús, pero cuando María Magdalena les cuenta que se le apareció a ella resucitado, “no le creyeron”, dice el Evangelio.
         Luego, el Evangelio narra el caso de los discípulos de Emaús, a los cuales tampoco les creyeron: “Después, se mostró con otro aspecto a dos de ellos, que iban caminando hacia un poblado. Y ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero tampoco les creyeron”. “Tampoco les creyeron”, nueva muestra de incredulidad. Parecen estar repitiendo el pecado de los judíos que, ante los milagros de Jesús que demostraban que Él era Dios, continuaban –y continúan- sin creer que Él es Dios.
         Luego de narrar estos dos episodios de incredulidad, el Evangelio relata la aparición de Jesús a los Once y el reproche que casi de inmediato les dirige a causa de su incredulidad y obstinación en no querer creer a quienes les habían dicho que lo habían visto resucitado: “En seguida, se apareció a los Once, mientras estaban comiendo, y les reprochó su incredulidad y su obstinación porque no habían creído a quienes lo habían visto resucitado”. Luego del reproche, Jesús los envía a predicar a todo el mundo “la Buena Noticia” de su Resurrección: “Entonces les dijo: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación”.
         Ahora bien, también nosotros somos enviados “a toda la creación” a anunciar la misma Buena Noticia de su Resurrección, con el agregado de que debemos anunciar no solo de que ha resucitado, sino que se encuentra con su Cuerpo glorioso, lleno de la vida y de la gloria de Dios, en la Eucaristía. Pero no podremos cumplir esta misión si, al igual que los Apóstoles, permanecemos incrédulos ante la Presencia real, verdadera, substancial y gloriosa de Jesucristo en la Eucaristía.


Viernes de la Octava de Pascuas



"La pesca milagrosa"
(Konrad Wirtz)

(Ciclo B – 2018)

“Es el Señor” (Jn 21, 1-14). En una de sus apariciones ya como resucitado, Jesús se aparece a sus discípulos “a orillas del mar de Tiberíades”, en el lugar en el cual habían ido a pescar “Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos”. Tiran las redes durante toda la noche, pero no obtienen nada. Cuando regresan, al amanecer, ven a Jesús en la orilla, aunque no lo reconocen. Jesús les pregunta si tienen algo para comer, ellos le responden que no y Jesús les indica que “tiren la red a la derecha de la barca” ya que allí encontrarán peces. Los discípulos obedecen y la red se llena de tal cantidad de peces, que “no podían arrastrarla”. Es en ese momento en que Juan Evangelista reconoce a Jesús al decir “Es el Señor” y se arroja al agua para llegar a la orilla, haciendo lo mismo Pedro inmediatamente después.
El milagro de la pesca milagrosa tiene múltiples significados sobrenaturales: la pesca infructuosa, antes del encuentro con Jesús, se realiza de noche y aunque Pedro está a la cabeza, se realiza sin Jesús; a pesar del trabajo –pescan toda la noche- la pesca es infructuosa, porque no consiguen nada. La pesca se hace de noche, en el lugar indicado, y a pesar de esto, es infructuosa.
La pesca milagrosa se da en otro contexto: Jesús es quien dirige la pesca, a pesar de que no está en la barca; la pesca milagrosa se realiza siguiendo las órdenes de Jesús, lo cual significa su Magisterio; se realiza de día, aunque no es la hora indicada; se realiza en un lugar ya explorado por los discípulos, pero ahora bajo la guía de Jesús y obtiene una gran abundancia de frutos.
El episodio se comprende mejor cuando se tiene en cuenta que las realidades naturales son representaciones de las sobrenaturales: la barca es la Iglesia; Pedro es el Vicario de Cristo; la noche es la ausencia de Cristo; el mar es el mundo; los peces son los hombres; la pesca infructuosa a pesar de trabajar toda la noche, es el activismo puramente materialista que no está basado ni en la oración ni en la confianza en Jesús como Guía de la Iglesia; la pesca de día significa el trabajo de la Iglesia bajo la luz del Sol de justicia, Cristo Jesús; que Jesús ordene la pesca desde la orilla y no desde dentro de la barca, significa que Él gobierna la Iglesia con su Espíritu; la pesca milagrosa, esto es, la red llena de peces, significa que solo por la acción de la gracia los hombres son capaces de entrar en la Iglesia.
Por último, el reconocimiento de Juan Evangelista, luego del milagro, al decir: “¡Es el Señor!”, significa que los milagros tienen por objetivo demostrar precisamente que Jesús “es el Señor”, en cuanto Él es el Hijo de Dios encarnado, Señor de señores y Rey de reyes.
Si la Iglesia atraviesa un momento en el que la pesca es infructuosa, se debe a este hecho: que se confía demasiado en las fuerzas humanas y se vuelca hacia un activismo de orden socialista, en vez de confiar sus esfuerzos al Señor Jesús y considerar que su fin primordial es salvar las almas –eso significan los peces atrapados en la red- y no terminar con la pobreza –material- en el mundo.

jueves, 5 de abril de 2018

Jueves de la Octava de Pascuas



(Ciclo B – 2018)

         “Les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras” (Lc 24, 35-48). Ante la aparición de Jesús resucitado, los discípulos muestran una reacción que refleja la incapacidad de la naturaleza humana de comprender y aprehender no solo el significado de la resurrección, sino del mismo Jesús resucitado. En efecto, según el Evangelio, cuando Jesús resucitado se les aparece a los discípulos, estos se muestran “atónitos”, “llenos de temor”, “turbados”, “dudosos”, pues ante la vista de Jesús glorioso, “creían ver un espíritu”. La reacción es comprensible, desde el momento en que para la inteligencia creada –sea humana o angelical- el hecho de la resurrección –tanto su contemplación como el alcance y significado de la misma- está fuera de su alcance, no por ser la resurrección un hecho contrario a la razón o irracional sino por ser supra-racional. Supera de tal manera la capacidad intelectual de los seres inteligentes como el ángel y el hombre que, de no ser aportada, de parte de Dios, una ayuda –la gracia santificante que concede a la inteligencia humana el conocer a Dios como Dios se conoce y a la voluntad el amarlo como Él se ama a sí mismo-, la resurrección gloriosa de Jesús provoca en el alma lo que los discípulos revelan según el Evangelio: temor, descreimiento, dudas, perplejidad. Por esta razón, la acción de Jesús de infundirles su gracia –es lo que significa la frase: “les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras”- es lo que permite a los discípulos reconocerlo como resucitado y glorioso. Pero esto no se debe a que la gracia amplifica las facultades intelectivas y volitivas del hombre, sino que les concede una nueva capacidad, la de participar al Intelecto y la Voluntad divinos y operar con esta nueva capacidad. Es decir, la gracia santificante otorga al espíritu humano la participación en la operación divina de conocer y amar, lo cual es un “salto cualitativo” inimaginable, pues coloca al hombre a la altura misma de la Trinidad, por encima de los ángeles.
         “Les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras”. De manera análoga, la misma reacción de incredulidad, dudas, temor, perplejidad, se presenta entre los católicos en relación al misterio sobrenatural absoluto que significan, tanto la Santa Misa, como la Eucaristía. Es por eso necesario suplicar al Señor que, por intercesión de María Santísima, nos “abra la inteligencia” con la luz de su gracia, para que podamos contemplarlo en el esplendor radiante y glorioso de su Presencia Eucarística.

miércoles, 4 de abril de 2018

Miércoles de la Octava de Pascuas



(Ciclo B – 2018)

         Los discípulos de Emaús se alejan de Jerusalén apesadumbrados. En el camino, se encuentran con Jesús resucitado, pero no lo reconocen y lo tratan como a un “forastero”. Jesús camina con ellos y en el camino les explica las Escrituras y todo lo relativo al misterio pascual de muerte y resurrección del Mesías. Solo cuando están sentados a la mesa, y en el momento en el que Jesús “parte el pan”, solo entonces lo reconocen y Jesús desaparece.
         La actitud de los discípulos de Emaús es similar a la actitud de todos los discípulos, sin excepción, antes del encuentro y el reconocimiento de Jesús resucitado: antes de reconocerlo, están acongojados, apesadumbrados, tristes; todos han quedado con las imágenes crudelísimas del Viernes Santo y con el silencio triste del duelo del Sábado Santo; todos parecen recordar que Jesús había dicho que iba a resucitar, pero no parecen creer en sus palabras; todos, en definitiva, creen en Jesús, pero en un Jesús muerto, no resucitado. Incluso como en el caso de los discípulos de Emaús, que se encuentran con Él cara a cara –también María Magdalena, en un primer momento-, son incapaces de reconocerlo resucitado, aunque al ser sus discípulos, obviamente, lo conocían en su vida terrena.
         ¿Cuál es la razón? La razón es que, para poder reconocer a Jesús resucitado, vivo, glorioso, resplandeciente con la luz de la gloria del Padre, es necesaria la luz de la gracia que, iluminando tanto la inteligencia como la voluntad humanas, permitan al hombre conocer a Dios como Dios se conoce y amarlo como Él se ama a sí mismo. En otras palabras, la resurrección gloriosa del Señor Jesús, puesto que pertenece a un orden, el orden sobrenatural del Ser trinitario divino, es imposible de alcanzar por las estrechas y reducidas fuerzas de la creatura, sean estas hombres o ángeles. La resurrección gloriosa de Jesús no pertenece al ámbito creatural y por lo mismo no es “racional”, en el sentido de que pueda ser explicado con la razón creatural. Pero mucho menos es “irracional”, en el sentido de que carezca de razón: es un hecho “supra-racional” por derivarse del Ser trinitario divino y por lo tanto excede infinitamente las capacidades de las inteligencias creadas, por lo cual se necesita la luz de la gracia para poder reconocer a Jesús resucitado.
Es lo que le sucede a María Magdalena después de que Jesús, infundiéndole su gracia, la llama por su nombre; es lo que sucede con los discípulos de Emaús cuando Jesús, en la Santa Misa –muchos autores afirman que la Cena con los discípulos de Emaús era una Misa-, en el momento de la fracción del pan, infunde su Espíritu sobre sus mentes y corazones y es esto lo que les permite ahora sí, reconocer a Jesús en su condición de Hombre-Dios resucitado y glorificado.
         “Hombres duros de corazón, ¡cómo les cuesta creer las Escrituras!”. El reproche de Jesús a los discípulos de Emaús también es para nosotros, porque muchas veces –si no siempre- entramos en la iglesia y vivimos nuestras vidas como los discípulos de Emaús antes de reconocer a Jesús: pensamos y creemos, en el fondo, que Jesús no ha resucitado y vivimos como si Jesús estuviera muerto, como si Jesús no nos hubiera dado sus mandamientos. Y peor aún, no solo no creemos que Jesús ha resucitado, sino que, en consecuencia, no creemos que el mismo Jesús que resucitó glorioso, está lleno de la luz, de la vida, de la gloria de Dios, en el Santísimo Sacramento del Altar, la Eucaristía. Por eso el reproche de Jesús a los discípulos de Emaús, también es válido para nosotros, y está encaminado a hacernos despertar a la vida de la gracia.