La Cruz del Altar y el Cordero


Cuando vemos un altar, sobre el cual se celebra cotidianamente
la Eucaristía, generalmente no se nos ocurre pensar qué
cosa sea, qué sea lo que se realiza en él, cuál sea su contenido.
Lo damos por supuesto. Entra nuestra suposición sobre el
altar y su contenido en el ámbito y la categoría de nuestros
“conocimientos supuestos”, es decir, de las cosas cotidianas
que por su cotidianeidad pasan a ser repetitivas, y por lo repetitivas,
vacías de contenido. Poco a poco, nuestra idea sobre el
contenido del altar se va concretizando en la idea de la nada,
o mejor, se vacía de contenido. Nuestra idea sobre el contenido
del altar termina por lo tanto asemejándose e identificándose
con la nada contenida en una idea de nada.
Aún cuando tratamos de elevar un poco el pensamiento,
no vemos en el altar más que un elemento esencial de la liturgia,
ya que, obviamente, es imprescindible para realizar la
celebración litúrgica de la misa. Pero no vemos más allá de
esto y no consideramos que el altar sea más que esto, un elemento
material –de madera, de piedra, de mármol-, decorado
con mayor o menor gusto, trabajado con mayor o menor inspiración
artística y/o estética. A lo sumo, el altar es esto: un
lugar litúrgico especial, reservado para el sacerdote ministerial,
sobre el cual se desarrolla la acción litúrgica más importante
de todas, la misa. No más. Nuestro inicial contenido
ideal, vacío, es ocupado por esta idea del altar, como elemento
funcional insustituible para la liturgia. Una vez más, la
cotidianeidad, la repetitividad de su visión, termina por alejarnos
de la realidad de su ser. En vez de suceder según la teoría
de Aristóteles, que sostenía que la experiencia es la base
del conocimiento, en este caso, la experiencia es la base de la
ignorancia. No porque la experiencia en sí no sea necesaria en
el sentido aristotélico, para la adquisición de los conocimientos,
sino porque, por un lado, este tipo de conocimiento sensible-
inteligible, humano, es insuficiente para ver más allá, y
por otro, termina equiparando esta experiencia cotidiana de
su visión a cualquier otra experiencia cotidiana.
Sin embargo, el altar del Sacrificio Eucarístico es mucho
más que nuestra reducida visión cotidiana.
El altar es el lugar del sacrificio de Cristo, y es el lugar
también de su Resurrección. Es el Calvario y al mismo tiempo
el Sepulcro Vacío. Está en la tierra, pero es una porción del
Cielo. No del cielo terrestre, sino del Cielo Verdadero, el
Cielo donde habita y reina eternamente Jesucristo.
Sobre su superficie no hay nada, pero sin embargo, se yergue,
majestuosa y victoriosa, la Cruz de Jesucristo. La Cruz
que se yergue sobre el altar pasa desapercibida para la gran
mayoría de los hombres, y sin embargo en ella el Redentor
renueva, en cada misa, el mismo sacrificio del Calvario.
Sobre la Cruz del altar, el Redentor entrega, como en el altar
de la Cruz, su Cuerpo glorioso, y derrama su Sangre gloriosa
como muestra de su amor al Padre, como la suprema glorificación
que Él como Cabeza de la raza humana tributa a Dios
en nombre de sus hermanos, los hombres. En cada Misa
Cristo derrama y esparce, desde la Cruz del altar, su
Preciosísima Sangre para purificarnos de nuestros pecados y
reconciliarnos con Dios. Sobre la Cruz del altar, el Ángel de
la Iglesia señala nuestras frentes con la Sangre Purísima del
Cordero Degollado para que seamos el Cordero, para que
Dios nos reconozca como hijos suyos, como propiedad suya,
para que, amparados por la dulzura y el amor del Cordero, el
Ángel Exterminador no nos haga nada. Desde la Cruz del
altar, el Cordero Inmaculado llena con su Sangre el Cáliz de
la Alianza Nueva y Eterna, para sellar esta Alianza en nuestros
corazones con el poder divino de esta Sangre. Desde la
Cruz del altar, Cristo nos da a beber su Sangre, y en esta bebida
santa nos hace el don del Beso del Padre y del Hijo, el
osculum santo de la Trinidad, el Espíritu Santo, para que nosotros,
al beber del Cáliz, besemos su Sangre, y en su Sangre,
a Él y al Amor de Dios manifestado en la Sangre derramada.